El profesor Jirafales y la dignidad del maestro
Opinión

El profesor Jirafales y la dignidad del maestro

Con las virtudes y defectos propios de toda caricatura, Jirafales significó un espejo cóncavo de los problemas de la escuela y la enseñanza

Por:
junio 20, 2016
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Como muchos maestros, el profesor Jirafales murió en la pobreza, en el olvido, en la enfermedad, en la soledad. “Los ahorros se esfumaron en terapias y viejas deudas. Con las amenazas que  su vesícula se le estallase, nunca pudo conseguir los diez mil dólares que valía su operación.  Terminó sus días suplicando que lo dejaran entrar por caridad. Su hija pidió ayuda en vano, pero nadie los escuchó”. En  su muerte solo lo acompañó la dignidad propia de todo educador.

Su recordada imagen siempre se caracterizó por la pulcritud de su vestir, siempre acompañado de la irrenunciable corbata,  el respeto por el buen decir y el buen hablar. Al  igual que los maestros de hoy, el profesor Jirafales  siempre procuró  encubrir su pobreza bajo los pliegues de la dignidad y los buenos modales. De sus alumnos siempre recibió respeto y reconocimiento, en medio de no pocas burlas y el apodo obligado de todo maestro. Longaniza le decían y él simulaba no saberlo.

Tenía su particular  método de enseñar.  Su método socrático de preguntar, tradicional y obsoleto para muchos, le permitía convertir  las erradas respuestas de sus alumnos en un recurso para enseñar. Dominaba  el saber que procuraba transmitir, condición esencial de todo maestro. Basta ver sus “magistrales” cátedras de Historia, Geografía o Matemáticas. Se esforzaba por cumplir la exigencia social y estatal de que un maestro debe saber de todo

 

El silencio, que a cada instante reclamaba, es parte sustancial de la escuela tradicional, de la pedagogía  del silencio y de la escucha,  de una escuela del orden y la verticalidad, de un maestro prisionero de la palabra como principal herramienta de enseñanza. Una escuela y una educación que para desfortuna nuestra aún siguen vigente en muchos lugares de Colombia.

Al igual que todo maestro de ayer o de hoy, el profesor Jirafales se exasperaba, explotaba, perdía  la paciencia, daba rienda suelta a su “mal genio”. No era para menos. Cuando sus gritos de “Silencio”, “Orden”, no era suficientes, recurría a su recordado Ta ta ta ta, evidencia de que había llegado al clima de la desesperación docente. Pero así como perdía la paciencia frente a las desacertadas respuestas de la Chilindrina o de Ñoño, tenía una gran capacidad para recuperar la calma y la compostura que su oficio le imponía.

La razón de  la bravura y el mal genio del profesor Jirafales, bien podría encontrase en un informe reciente sobre la educación en Bogotá: “El fantasma de la enfermedad mental recorre las aulas de miles de maestros y rectores en Colombia. En la localidad de Kennedy, en Bogotá, por ejemplo, cada dos días un maestro solicita incapacidad por ansiedad, miedo, angustia, entre otros problemas, que no entran en la lógica de los tratamientos de las EPS, que se niegan a incapacitar por problemas psicológicos y que dilatan la posibilidad de remitir a un especialista a quien consulte por estas causas. Aunque muchos quieran desconocerlo, hoy se libra una batalla en los colegios públicos y privados del país con la idea de padecer trastornos calificados como “de personalidad”. Los maestros, los encargados de orientar a millones de niños y jóvenes, están agotados y sienten que la responsabilidad no puede ser exclusiva de ellos”.

Como ocurre hoy en la escuela, el profesor Jirafales debía ocuparse de todo, no solo de enseñar. Debía también mantener la disciplina del aula, dirimir de la mejor manera las rencillas y peleas frecuentes entre sus alumnos  (matoneo o bullying lo llamamos hoy en día), administrar justicia, corregir no solo las tareas y exámenes, sino también los modales y comportamientos. Era frecuente su labor de mediador de conflictos entre los habitantes de la “Vecindad, muy cercana a la exigencia que hoy se hace a los maestros de resolver todos los problemas habidos y por haber en su entorno social, como se ordena a diario desde los despachos educativos.

No es gratuito que padres e hijos disfrutaran juntos de la parodia educativa del profesor Jirafales. Unos recordaban con nostalgia y entre risas la forma como habían sido educados en su infancia, los métodos autoritarios y tradicionales que les había tocado padecer en la escuela de los años 50 y 60. Los otros veían reflejados a sus maestros, que aunque habían cambiado, de cuando en vez echaban mano de los métodos y las maneras anticuadas del profesor Jirafales. Para los años 70 y 80, la época de mayor auge y audiencia del Chavo de Ocho, la educación algo había cambiado, algo habíamos avanzado, pero en muchas escuelas olvidadas y lejanas seguía imperando  una educación tradicional, verbalista, vertical y autoritaria. Los rituales propios de la educación tradicional se prolongan en el tiempo, demoran generaciones enteras en desparecer, por eso padres e hijos podían reír juntos en torno a  una parodia educativa que no les resultaba ajena ni desconocida.

El profesor Jirafales, con las virtudes y defectos propios de toda caricatura, de toda parodia, significó un espejo cóncavo en el cual poder ver los problemas de la escuela y de la enseñanza, las virtudes y defectos de todo maestro, las pilatunas y genialidades de todo alumno, una oportunidad para vernos a nosotros mismos, para pensar el presente y el futuro de nuestras escuelas.

Lo que más me atraía del profesor Jirafales era el permanente esfuerzo que hacía por mantener su dignidad, de lo cual me convencí un día que pregunté al profesor y pedagogo Carlo Federici, el gran maestro de Antanas Mockus, cuál era el mayor valor de los maestros colombianos y me respondió con toda su sabiduría y bondad: su dignidad.

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