El patrullero Zúñiga y las órdenes injustas
Opinión

El patrullero Zúñiga y las órdenes injustas

El joven policía no lo sabe, pero se ha convertido en el símbolo de lo que requiere Colombia, la desobediencia ante la injusticia, pase lo que pase

Por:
junio 12, 2020
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Me conmovió la actitud del patrullero Ángel Zúñiga, quien manifestó abiertamente que no estaba de acuerdo con el desalojo ordenado por la alcaldía de Cali, contra una comunidad de campesinos en el sector La Viga, del corregimiento de Pance. Hay cosas que una persona que se respete a sí misma no puede admitir, pase lo que pase.

Habrá quienes digan que su conducta es inadmisible. La disciplina es un requisito esencial de cualquier organización jerárquica de índole militar o policial. De acuerdo con ella, unos dan las órdenes y otros las cumplen sin discusión. A la tropa se le inculca desde el comienzo de su formación una consigna sagrada, las órdenes se cumplen o la milicia se acaba.

El que manda, manda, aunque mande mal. Claro, también existe un principio según el cual cuando el subordinado considera que la orden que le han dado es violatoria de la ley, hasta el punto de representar la comisión de un delito, tiene la obligación de manifestarlo así a su superior. Si este insiste en la orden, aquél debe exigirle que se la le dé por escrito. De ese modo salvará su responsabilidad. Pero tendrá que cumplir la orden escrita.

Desde luego que se trata de una situación excepcional. Quien quiera que haya hecho parte de una organización militar, sabe bien que esa es una realidad extrema. No puede pensarse que el subordinado esté exigiendo órdenes por escrito cada vez que le parezca. Su deber es obedecer, en todas las circunstancias, con independencia de lo que piense.

Pese a ello pienso que no siempre las cosas pueden juzgarse de ese modo. El militar o el policía es un ser humano, alguien que siente y analiza, que a lo largo de su vida recibe una formación moral. En determinado momento puede sentir que lo que le están ordenando contraría por completo sus principios. Y estos lo obligan a tomar una decisión.

Fue exactamente lo que pasó con el patrullero Zúñiga. Entendió siempre que la Policía existía para servir a la comunidad. Y sobre todo, para proteger a los más vulnerables. Era eso lo que lo había llevado a integrarse a la institución y a permanecer en ella durante una década. De repente, en medio de la operación de desalojo, sintió que la Policía apoyaba lo que a sus ojos era una abierta injusticia. Su desilusión fue instantánea. Yo no puedo hacer esto, concluyó.

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Se supone que en la cuarentena está prohibido desalojar familias, más si no existe alguna medida de reubicación, si se sabe que no tendrán dónde alojarse

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Tenía que hacer parte del desalojo de unas familias muy pobres. Veía las máquinas arrasar sus humildes ranchos, oí los reclamos, los llantos. Sabía que la consecuencia de su acción sería condenarlos a la calle. Se supone que en la cuarentena, según lo divulgado en los medios, está prohibido desalojar familias, más si no existe alguna medida de reubicación, si se sabe que no tendrán dónde alojarse. Aquello era una violación de los derechos humanos.

¿Por qué nadie pensaba en la suerte de esas familias campesinas? Esa pregunta inclinó la balanza a favor de ellos. Van a dejar a esta gente desamparada en medio de la cuarentena. Yo soy policía y me metí a esta profesión para defender a los ciudadanos, no para atropellarlos. Su consciencia le impuso que no podía sumarse a eso. Los trámites podían ser legales, pero no excluían la injusticia. El patrullero Zúñiga lo vio claro, hay leyes y órdenes injustas que no se pueden cumplir.

Su gesto despertó el aplauso de las humilladas familias. Uno se pone a pensar en ellas. Gente famélica, sin un lugar en esa patria de la que les enseñan a sentirse orgullosos, rodeados de fuerza policial y de hombres indolentes que derriban las viviendas que habitan. Ninguno atiende sus ruegos, son nadies, eternos perdedores. De pronto escuchan que un joven policía se vuelve a su favor, que denuncia la canallada que les hacen, que se niega a atentar contra ellos.

La única voz de apoyo en medio de su terrible desespero los llena de una inmensa alegría, alguien por fin tuvo en cuenta su condición humana y exigió respeto para ella. Ven cuando trata de explicárselo al mayor, lo escuchan cuando reprocha al presunto propietario, lo acompañan cuando entrega su arma, lo siguen cuando se lo llevan detenido. Gritan por su libertad.

Después de 53 años de combatir esa Policía y ese Ejército, precisamente por cosas como esas, por la indignación que despierta tanta injustica repetida, decidimos dejar las armas y firmar la paz, convencidos de que ese ya no era el camino. Durante todo ese tiempo esperamos una actitud como la de Zúñiga de parte de quienes empuñaban las armas en nombre del Estado.

Nunca la vimos. El patrullero Zúñiga dejó de creer en sus superiores. No lo sabe, pero se ha convertido en el símbolo de lo que requiere Colombia, la desobediencia ante la injusticia, pase lo que pase.

 

 

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