El Museo de lo Peor
Opinión

El Museo de lo Peor

En una sala habría un nicho para los discursos del “bachiller” Macías; otro para el cartapacio de órdenes de gobierno y alcaldes en la pandemia, las metidas de pata de Pacho Santos…

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enero 28, 2021
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A alguien en España se le ocurrió montar un museo de las Feas Artes en el que se exhibe aquello infraordinario, pasajero o magro que dejamos regado por en el mundo:  cosas como una colilla, un pocillo desportillado y se me hace que con mucha certeza allí encontrarán espacio la biblioteca de un consultorio médico o algún programa de alocuciones presidenciales, cualquiera en el mundo, cualquiera en esta lánguida estación de la historia en donde los gobernantes hacen más de promotores de televentas que de líderes certeros ante momentos críticos.

Muchos recordarán que iniciando este siglo a Elvira Cuervo, entonces directora del Museo Nacional, se le pasó por la cabeza exhibir la toalla de Tirofijo, iniciativa que derivó en una verdadera batalla de insultos y amenazas, casi una guerra paralela a la que recrudecía en ese momento y a la que de variadas maneras sigue asistiendo la sociedad civil como víctima.

En ese debate inflamado, resultó triunfante el conservadurismo ramplón que imaginó en tal proyecto una terrible ofensa moral y la pregonó así ante la sociedad dándole estatus de llegada del fin del mundo. Naturalmente, la toalla nunca se exhibió, el país dio vueltas entre esperanzas de paz y clamores de guerra y, en definitiva, no mucho de él cambió ni parece hacerlo con decisión en las aguas que circulan.

Puesto que los museos tienen esa ondulante y magnífica misión de la memoria, del debate o la esperanza, se me ocurre uno, no dijéramos de objetos feos, sino uno de asuntos que pueden identificarse entre lo peor que toca tragarse, aquello que no tiene respuesta, ese cúmulo de tufos que vician el ambiente. El guion museográfico de este que sería el Museo de lo Peor podría estar elaborado por cada uno de nosotros, los mansos, los duros, los pasajeros, por gente cansada, avergonzada o fantástica, y cada quien tendría incondicional libertad de aportar un pellizco de estiércol, una idea o escuetamente un alarido.

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El país, aunque acostumbradamente sumiso,  alza cada día más la voz para preguntar por qué está entre los más largamente confinados

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Si fuera invitado a poner algo de actualidad, algo nauseabundo o alérgico en una sala de ese Museo, buscaría un nicho suficiente para los discursos y el libro del “bachiller” Macías; otro para el inmenso cartapacio de órdenes, restricciones, confusiones, esa especie de divertimento bonapartista con el que el gobierno y los alcaldes visiblemente improvisan ante la crisis sanitaria (El país, aunque acostumbradamente sumiso,  alza cada día más la voz para preguntar por qué está entre los más largamente confinados, con restricciones drásticas a las libertades civiles, pero entre los mayores afectados con contagios y muertes, y ya dando puntadas para meterse entre los últimos o más desorganizados en la fila de la vacuna).

En el Museo de lo peor se exhibiría por fin la toalla de Tirofijo y también la ruana finquera de Álvaro Uribe, de este último todo, él, la profunda desorientación que en cada movida genera.

Y, cómo no, el Museo tendría salones para apreciar con hilaridad el universo infinito de sellos, de trámites notariales y oficiales para vivir o desfallecer; las mansiones en las que corruptos y genocidas cumplen sentencias en Colombia; las metidas de todas las patas del embajador Francisco Santos ante los EE.UU, quizá incluso la bandeja en la que el gobierno pronto se vea obligado a ofrendar su cabeza tratando de recomponer la relación internacional que aquel ha conseguido malograr. En este universo paradójico y casi surrealista, en el Museo no faltarán los llamados de Jorge 40, de Mancuso o del corrupto exfiscal Moreno sobre tan riesgosas que resultan las cárceles en Colombia para gente como ellos que quieren “colaborar con la justicia”.

Hay cosas, voces o personas con las que no es fácil dejar de asombrarse. En el Museo para esta memoria del asombro tienen puerta abierta.

 

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