La FIFA cuenta hoy con 211 asociaciones afiliadas, y al Mundial de 2026 asistirán 48 selecciones, cerca del 22 % del total. Esta cifra triplica el número de equipos que compitieron en el último Mundial con 16 participantes, disputado en Argentina en 1978. Desde entonces, los países afiliados pasaron de 107 a 211, duplicando así las federaciones con aspiraciones legítimas de llegar a la Copa del Mundo. Ese crecimiento explica, en parte, la ampliación progresiva de cupos.
Es innegable que la expansión también democratiza el acceso a la competencia y a los ingresos. Para muchas federaciones pequeñas, alcanzar un Mundial significa desarrollo deportivo y financiero. Sin embargo, esta realidad coexiste con otra menos favorable: el fútbol dejó de ser solo un espectáculo deportivo para convertirse en un negocio extraordinariamente lucrativo. La FIFA, entidad corporativa que administra este gigantesco mercado, ha potenciado esa faceta hasta convertirla en su columna vertebral. Y para mantener satisfechas a sus federaciones afiliadas, reparte cada vez más invitaciones, incluso a selecciones sin trayectoria destacada, entregándoles una parte de la amplia “torta” económica que genera el evento global.
Pero esta ampliación tiene una contracara visible. La competitividad se diluye cuando selecciones históricas —incluidas campeonas del mundo— deben enfrentarse a equipos con escasa experiencia internacional. Esto reduce la calidad del espectáculo y genera partidos previsibles y desbalanceados. Para varias selecciones pequeñas, asistir al Mundial es participar, no competir; es un logro administrativo, no necesariamente deportivo.
Desde que el negocio se impuso, el espectáculo dejó de ser la prioridad
Uruguay, Argentina, Brasil, Alemania, Francia, Italia, Inglaterra y España conforman el selecto grupo de campeones del mundo, las llamadas “consentidas” de la FIFA. Y aunque no se trate de una política explícita, existe la percepción —compartida por analistas, periodistas y aficionados— de que ciertos comportamientos institucionales no facilitan la entrada de nuevos países a ese exclusivo club.
La competencia debería ser transparente, pero no siempre ha sido así. A lo largo del tiempo han existido episodios que dejaron dudas, favoritismos atribuidos y decisiones arbitrales controvertidas. Incluso antes del pitazo inicial, desde los sorteos, surgen críticas sobre posibles inclinaciones que podrían favorecer a determinadas selecciones.
En Argentina 78, el histórico 6–0 sobre Perú —resultado indispensable para que los locales clasificaran— dejó interrogantes que nunca se disiparon. En su momento se habló de presiones del gobierno militar argentino e incluso de posibles arreglos. El contexto político no era menor: Argentina era gobernada por una dictadura acusada de violaciones de derechos humanos, y aun así, la FIFA mantuvo la sede sin inmutarse.
México 86 dejó la célebre “Mano de Dios”, un gol ilícito que el mundo vio en directo, pero que ni árbitro ni asistentes sancionaron. Argentina avanzó y se coronó campeona. Para muchos, la influencia de Julio Grondona —presidente de la AFA y figura de enorme poder dentro de la FIFA— formaba parte de un ambiente en el que ciertas decisiones parecían caer siempre del mismo lado.
En Brasil 2014, James Rodríguez fue, con cifras y fútbol, el mejor jugador del Mundial, pero el Balón de Oro terminó en manos de Lionel Messi. Y ese mismo torneo marcó para Colombia el inolvidable “¡fue gol de Yepes!”, un tanto legítimo anulado en cuartos de final que habría cambiado el rumbo del partido contra el anfitrión.
Más recientemente, la Copa América 2024, organizada por Estados Unidos, dejó la sensación de un sorteo amable para Argentina. Mientras Colombia enfrentó un grupo más exigente, la Albiceleste tuvo rivales de menor peso competitivo. Una diferencia notoria para buena parte de la opinión pública.
En el sorteo del Mundial 2026, esa percepción volvió a tomar fuerza. La presencia de Argelia, Austria y Jordania —selecciones con escasa o nula presencia en Copas del Mundo— llevó a muchos analistas a considerar que Argentina inicia con un grupo relativamente accesible. Aunque no existan evidencias concluyentes, la sensación de que ciertos mecanismos pueden inclinar la balanza persiste, alimentada por antecedentes históricos y decisiones previas que generaron controversia.
Habrá que ver qué ocurre en las fases finales. Pero si se repiten decisiones arbitrales discutidas o situaciones similares a las de torneos pasados, no sería extraño que resurjan las sospechas de favoritismo hacia determinadas selecciones. Hoy, más que nunca, la credibilidad del Mundial depende de la capacidad de la FIFA para demostrar que sus decisiones —desde los sorteos hasta el VAR— responden al deporte y no al negocio.
En este contexto, el Mundial 2026 se proyecta como un torneo bajo escrutinio permanente. Desde esta tribuna de opinión, y con la prudencia que exige cualquier juicio sobre percepciones colectivas, considero que los intereses comerciales pesan tanto como el fútbol mismo. Por eso, metafóricamente, no descarto calificarlo como un campeonato “prepagado”.
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