El monje que hizo fraude
Opinión

El monje que hizo fraude

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mayo 25, 2014
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Hoy elegimos presidente. Palabras mayores. Muchos saldremos a decidir nuestro futuro y el de nuestros niños con la responsabilidad de dejarles a ellos y a los hijos de ellos un país sin corruptos. Muchos otros, a lo mejor la mayoría, según las últimas elecciones y lo que inspira esta horripilante campaña, se quedarán en casa, irán de paseo, a cine, al parque, sin importarles lo que suceda. Y no los podemos culpar. Si existe indiferencia es porque de ella se alimentan los partidos políticos para hacerse al poder con muy poquito esfuerzo. Por eso la fomentan con estrategias sucias.

También porque el menú para elegir es muy pobre. De un lado Juan Manuel Santos,  el jefe de la mermelada, es decir el repartidor de un botín de tres billones para congresistas, en su mayoría corruptos, a cambio de apoyo legislativo y votos para su reelección. Una práctica asquerosa pero que según el presidente candidato, es una práctica “normal” en una democracia. Un hombre que se arrodilló a los congresistas y no tuvo problemas en incrementar su salario en 50 % cuando estos amagaron con hacer lento el trámite de sus iniciativas legislativas.  Se le abona la búsqueda de la paz pero no que utilice electoralmente las conversaciones con las Farc. Pertenece a una de esas familias que predestinan a sus hijos para gobernarnos.

De otro lado Álvaro Uribe Vélez en cuerpo ajeno. Un candidato, como ninguno en nuestra historia, salpicado por todo tipo de escándalos, señalado por todo tipo de delitos. Un candidato enemigo de la paz. Un candidato oscuro al que le fue descubierto un centro de inteligencia desde el cuál espiaban y chuzaban el proceso de paz y, según informes, hasta al propio presidente. Un candidato que negó tener una relación con el hacker capturado. Un candidato que negó haber visitado la oficina donde funcionaba la central de inteligencia paralela. Un candidato que al conocer la existencia de un  video, se retractó y reconoció haber pasado a saludar cinco minutos a personas de su campaña. Un candidato que luego fue puesto en evidencia con un video de 21 minutos por lo que no tuvo más remedio que salir a todos los medios a decir que el video era un montaje. Un candidato que insulta nuestra inteligencia. Un candidato nefasto para nuestro país. Un candidato mentiroso que, como dijera Natalia Springer en una de sus columnas, aterra al declarar que, a pesar de cometer delitos y mentirle al país, “tiene su conciencia tranquila”.

En otra esquina está Marta Lucía Ramírez, exministra de Uribe. Guerrerista y desinformada. Su respuesta a la pregunta durante el debate de RCN, acerca del monto del PIB que destinaría a la educación, habla mal de su preparación para sumir la presidencia. 3 % del PIB, dijo y de inmediato hizo estallar las redes sociales. Porque la mayoría de usuarios en Twitter, que no son candidatos y que tampoco quieren ser presidentes de Colombia, sí saben que el presupuesto de la educación es actualmente del 4,8 %. Grave si es una equivocación porque denota ignorancia en una aspirante presidencial. Y más grave aún si es la cifra que en verdad invertirá, porque eso significaría que le va a quitar más plata a una educación que con el presupuesto actual no alcanza para llevar a todos nuestros bachilleres a la educación superior (hoy solo va a la universidad uno de cada tres bachilleres), ni para sacar al país del último puesto de las pruebas pisa.

Por los lados de la fraccionada izquierda está Clara López. Ya habíamos dicho que no la apoyábamos porque su partido, el Polo Democrático, era culpable directo del peor atraco que haya sufrido la Capital en su historia, sin que los miembros de esa colectividad hubieran tenido la capacidad de autocrítica para denunciar a Samuel Moreno, expulsarlo a tiempo del partido y pedir perdón a los habitantes de Bogotá por la debacle moral y económica en que los sumieron. Y no estábamos equivocados, durante el debate en RCN, la candidata no tuvo problema alguno en declarar que ella no sabía si Samuel Moreno era culpable y que prefería dejar a la justicia el veredicto. En estricto derecho es una respuesta aceptable pero en estricta lógica es un exabrupto. Cómo no va a saber Clara López que Samuel Moreno es el peor hampón de la historia de Bogotá. Por Dios, hay concejales presos, hay contratistas condenados, hay un personero y un contralor en la cárcel también. ¿Da a entender la candidata que todo pasó a espaldas de Samuel? Ya basta de eludir responsabilidades, carajo. A llamar las cosas por su nombre.

Y, finalmente está Enrique Peñalosa. Ya lo vieron en los dos debates, especialmente el primero. Un hombre de lugares comunes. Nada concreto. Aunque pudo convertirse en la voz discordante del grupo de candidatos, no tiene la independencia para hacer propuestas agresivas contra la clase política porque, sencillamente, él hace parte de esa clase política. Aunque se camufle lo recordamos cargándole el megáfono al expresidente Uribe. A su lado hizo campaña y no creemos en su sinceridad. Y si queremos hilar más fino pues es un delfín, de aquellos que llegan al poder por inercia, por sucesión. Su padre fue ministro de Agricultura y a juzgar por la debacle de nuestro campo, nadie puede decir que en Colombia haya existido un buen ministro de Agricultura.

Por estas poderosas razones voto en blanco. Elegir a un descarado nos hace pusilánimes. Hace cuatro años no voté en blanco porque existía un Mockus. Pulcro, honesto, visionario. Pero en esta ocasión ninguno cumple los requisitos. Todos los partidos políticos están comprometidos con los procesos de corrupción y de violencia que padecemos los colombianos. Ninguno representa los intereses del pueblo. No les creo.

Un triunfo del voto en blanco no solo hará repetir las elecciones con otros candidatos, eso es lo de menos, sino que empoderará a la sociedad civil para ir más allá. Para exigir reformas urgentes. Nos pondrá en situación de poder. Le dejará en claro a los politiqueros que nos usan cada elección y nos abusan durante cuatro años, que somos sus jefes, los que mandamos, los que tenemos el poder.

A la hora en que se publica esta columna están abriendo las urnas. Ellos se juegan cuatro años de poder, nosotros la dignidad de varias generaciones. Por eso, me permito volver a insistir en una parábola que puede resumir muy bien nuestro temor a que la gente que se queja, siga sin expresar su indignación en las urnas:

Hubo una fiesta de monjes. Cada invitado debía llevar una botella de vino y depositarla en un tonel gigante dispuesto a a la entrada de la abadía. Al llegar, cada monje fue depositando el contenido de su botella de vino dentro del gran tonel. Y ya estaba a punto de llenarse cuando uno de los monjes decidió llevar una botella de agua creyendo que entre un tonel de vino, tan grande, una botella de agua no se iba a notar. Así lo hizo, depositó la botella de agua entre el tonel de vino. Cuando el anfitrión ordenó servir el primer vino para el brindis de bienvenida: ¡Sorpresa! Al abrir el tonel los meseros descubrieron algo terrible: todo estaba lleno de agua. ¿Qué pasó? Todos los invitados pensaron igual que el monje.

Esto mismo les sucede a los invitados a una fiesta democrática que celebramos cada cuatro años y a la que cada uno de nosotros debe llevar un voto para depositar en la urna dispuesta a la entrada. Muchos pensamos que un voto más entre millones no hará la diferencia. El problema aparece cuando todos deciden pensar lo mismo. De ese sentimiento colectivo de pesimismo revuelto con pereza, nace la indiferencia. Delegamos en el vecino, el familiar, los que venden su voto o los loquitos que luchan, la responsabilidad de decidir nuestro futuro.  Al igual que el monje pensamos que nuestra ausencia no se va a notar. Pero estamos equivocados. Se nota tanto, que durante décadas, quizá siglos, le hemos dado la oportunidad a nuestra clase política de elegirse y reelegirse, con muy poquitos votos.

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