El metro, un juguete para una niña caprichosa

El metro, un juguete para una niña caprichosa

Por: Alvaro A. Perez M
agosto 21, 2013
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El metro, un juguete para una niña caprichosa

¿De verdad necesita Bogotá una línea de Metro o simplemente añora tener aquel rancio símbolo de estatus urbana?

De agache han pasado las cifras que comparan la eficiencia de Transmilenio con las de los sistemas de Metro. Por todas partes se señala que los esquemas de transporte basados en buses con carril exclusivo movilizan un mayor número de pasajeros hora-sentido, y a un menor costo, que aquellos que logra transportar un Metro tradicional por ese mismo valor. Es decir, Transmilenio es más eficiente y más barato, sin embargo, se insiste en que Bogotá lo que necesita es un Metro.

En publicaciones nacionales de todo tipo se señala, palabras más palabras menos, algo similar a lo siguiente: en promedio Transmilenio desplaza una cifra de más de 40 mil pasajeros hora-sentido, a un costo de unos $20 o 25 millones de dólares el kilómetro; promedio de desplazamiento al que no llega la mayoría de los metros en el mundo, aun cuando cuestan una suma que va de 40 o 140 millones de dólares por kilometro (dependiendo de si es una línea subterránea, aérea o a nivel del suelo). Todo ello en una velocidad de desplazamiento similar en ambos sistemas que, exceptuando algunas circunstancias, ronda los 40 Kilómetros por hora.

Con esto quiero señalar que las cifras están, y las imágenes de los Metros más “icónicos” del mundo, colapsados y apretujando a su población como relleno de morcilla, también. Insistir en ellos es caer en una redundancia, por eso es mejor plantearnos la siguiente pregunta: ¿Por qué carajos Bogotá todavía sueña, cual quinceañera, con un Metro?
Es indiscutible que algo hay de complejo provinciano en todo esto: quizás la idea de que es imposible considerarse una verdadera ciudad “moderna” a menos que se tenga un icono de esa modernidad, es decir, un Metro. Algo muy parecido al complejo que sufren algunos pueblos de nuestra geografía, que para convertirse en “ciudad” (no digamos una “moderna”), dicen, es necesario tener un despampanante Centro Comercial. Bueno, pertinente es decir que tal cosa solo refleja un esnobismo bastante mal informado, aunque no exclusivo de nuestro terruño.

Es importante comprender que el sistema de transporte basado en vías férreas fue implementado en las grandes urbes a finales del siglo XIX, cuando el motor de combustión era un juguete para millonarios y la locomotora estaba en su apogeo tecnológico. En ese entonces utilizar trenes era la solución lógica, aunque muy costosa, para transportar las personas en entornos urbanos.

Luego de Invertida tremenda cantidad de recursos en estos sistemas y ya entrados en el siglo XX, no quedaba más que expandirlos y modernizarlos, aun con la llegada de modelos de transporte alternos más económicos y a la larga más eficiente.
Esta situación dio origen al paradójico esquema actual de líneas de tren propulsadas por electricidad: estas funcionan en las antiguas rutas de subterráneos, expandiéndose una y otra vez bajo las entrañas de ciudades llevadas por la fuerza mayor, operadas a unos costos altísimos para los contribuyentes, y claro, sin resolver del todo el problema de movilidad. (Tanto es así que muchas de estas ciudades con “abolengo”, como el caso de Londres, Paris y Hamburgo, ahora integran, a su manera, esquemas de buses para mantener la creciente expansión del entramado público de transporte).
Ahora, se entiende que al ser una proeza de la ingeniería, y en muchos casos, al estar imbuido en verdaderas maravillas arquitectónicas (como la Gran Estación Central de Nueva York y las estaciones palaciegas de Moscú), resulte normal que los sistemas de Metros se conviertan en verdaderos iconos, y más que eso, en símbolos de poder y sofisticación que toda ciudad sueñe con tener; casi que un asunto del orden político, como lo suele ser la imagen que proyecta al mundo una capital, más haya claro, de toda consideración de eficiencia que sobre ello pueda recaer.

Sin embargo, es pertinente observar que, siguiendo dicha lógica, no pocas ciudades del mundo se han empecinado en resolver problemas de movilidad del siglo XXI con esta idea algo caduca del siglo XIX, dando como resultado no precisamente la mejor de la soluciones. Casos como el de Shanghai y São Paulo demuestran que aun los más actualizados sistemas de rieles, con trenes atiborrados hasta más no poder con modernas lucecitas LED, a largo plazo siguen arrojando resultados iguales a los metros más antiguos, lo que no es otra cosa que un costoso, y muy “moderno”, embotellamiento humano.

Lo indignante del caso, entonces, resulta de ver como Bogotá, teniendo presente el desencanto por el que pasan estas ciudades, insiste en unirse al club de las soluciones de transporte fracasadas, más aun teniendo en el horizonte mejores opciones a la eterna discusión sobre como llegar del punto A al punto B.

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