El látigo de la vejez
Opinión

El látigo de la vejez

Ojalá que, con el tiempo, no nos arrepintamos por el daño que le estamos causando a los ancianos al confinarlos y quitarles sus vidas de a poco

Por:
junio 28, 2020
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Como a casi todos, me aterra la idea de envejecer. Sin embargo, me alivia pensar que cuando sea anciano podré ejercer -incluso con los pasos lentos y la espalda encorvada- un derecho inalcanzable para la mayoría de los jóvenes: poder hacer de mi vida lo que me venga en gana. En otras palabras, hacer las paces con ese relato que somos: contar mi historia sumido entre inventos, omisiones y perdón. Ya no tendré que demostrarle a nadie mi valía y mucho menos someterme a ese veneno bondadoso que son los consejos de los otros. Seré por fin libre y será esa mi recompensa por haber vivido tanto. Por haber aguantado la vida.

Por eso, supongo, me ha parecido desconcertante e irrespetuosa la forma en que se ha tratado a los ancianos en estos días repetidos de pandemia. Por supuesto, no sospecho de las buenas -también ingenuas- intenciones de nuestros gobiernos en su cruzada de defender a los más vulnerables ante este virus arbitrario y tramposo. Sin embargo, veo una falla estructural en las medidas frente a los adultos mayores: se les quita la vida para evitarles la muerte. Toda una ironía. En efecto, durante los últimos meses se han tergiversado dos realidades sumamente importantes para los viejos -o al menos para el viejo que anhelo ser-: el deleite de la cotidianidad y la tregua con la muerte.

En el primer caso, privar a los ancianos de sus rutinas diarias (que pueden incluir actividades baladíes y hasta aburridas para nosotros los jóvenes) como caminar hasta el banco para cobrar una exigua pensión, ir a la tienda a seleccionar la verdura más saludable o leer el periódico sentado -sin afanes- en una panadería, puede causarles una afectación gravísima igual -o incluso más onerosa- a la que tendrían los más vitales cuando son despedidos de un trabajo o han perdido un examen en la universidad. Para el viejo su cotidianidad es el sustento de su presente; su forma paciente de enredar el tiempo: como quien envuelve la lana en una aguja para avanzar un tejido que no sabe si terminará.

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Confinarlos en sus casas, convirtiendo sus hogares en ese terrorífico lugar que es el ancianato, presupone la ruptura de la luchada tregua de los viejos con la muerte

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En segundo lugar, confinarlos en sus casas, convirtiendo sus hogares en ese terrorífico lugar que es el ancianato, presupone la ruptura de la luchada tregua de los viejos con la muerte. El cansancio de los años -de nuevo supongo- trae consigo la virtud de poder ver -sin miradas vidriosas- el final de la vida. En eso todos los ancianos nos superan de lejos: en su comprensión labrada y generosa respecto a la idea de morirse, que no es otra que la victoria sumaria respecto a la vida. Haber vivido supone la serenidad de dejar de luchar contra lo inevitable. No es, por supuesto, un deseo irrefrenable de morirse es, más bien, la renuncia sanadora ante la vil idea de la eternidad.

Asumo que la ineptitud de las medidas trazadas por los gobiernos del mundo y de Colombia, se ha forjado por la puesta en marcha de concepciones que -sin querer queriendo- premian una escala de valores cimentada en la idea y extensión de la vida de los jóvenes. El mundo visto de cerca- y de lejos- está diseñado para reconocer la juventud como una virtud gratuita y a la vejez como un látigo condescendiente. Al parecer por esto, los gobernantes no se han detenido a pensar -y concluir- lo suficiente respecto a una verdad irrefutable: quitarle seis meses de vida a un anciano es como quitarle diez años a un adolescente o un adulto joven.

Vengo de una familia constituida principalmente por abuelas aguerridas que sacrificaron mucho de su juventud para llegar a viejas sin que nadie les jodiera la vida. Diariamente mi mamá me cuenta por teléfono de la inconformidad de las tías y de mi abuela frente al confinamiento, el cual entienden (no por ser ancianas han dejado de ser inteligentes y perspicaces) pero que no justifican. He sabido de actos de desobediencia civil de más de una de ellas, que aunque al principio me negaba a comprender hoy concibo como su derecho a continuar; como lo han hecho por 80 años.

Ojalá que, con el tiempo, no nos arrepintamos por el daño que le estamos causando -por acción u omisión- a los ancianos al confinarlos y quitarles sus vidas de a poco. Como casi siempre, estamos a tiempo de concebir soluciones hechas a las medidas de ellos y no amparadas en las ideas que tenemos los jóvenes sobre ellos. Debemos permitirles volver a su cotidianidad y abrirle paso a que continúe su tregua con la muerte, de lo contrario estaríamos -de nuevo-  imponiéndoles a los viejos un tiempo que ya no es el suyo: la insoportable insatisfacción que atraviesa a toda juventud.

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