El horror de morir en cuidados intensivos
Opinión

El horror de morir en cuidados intensivos

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agosto 04, 2014
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Hace unos meses murió en Medellín un conocido médico, a quien llamaré el doctor X. Además de impecable profesional, de haber sido durante décadas un profesor universitario admirado por generaciones de alumnos, contaba con esa rara cualidad que los antiguos griegos llamaban khárisma, el don de la gracia, mezcla de alegría, optimismo, franqueza, atractivo físico, capacidad de inspirar confianza. El doctor X tenía tiempo para cada uno de sus pacientes, oía lo que tenían que decirle, carecía de actitudes alarmistas. Para él todo tenía solución. No adoptaba poses de misterio y despedía a cada persona en la puerta de su consultorio con una sonrisa tan sincera, que ya de por sí era parte de la cura. Como si fuera poco disfrutó de una hermosa familia y de amigos que lo acompañaron. Tuvo una buena vida. De acuerdo con el cliché debería haber tenido una buena muerte, pero no fue así. Tuvo una muerte horrible.

Aquejado de un cáncer, al final de sus días fue llevado de urgencia a una unidad de cuidados intensivos en un centro médico de la ciudad. Lo suyo no tenía cura, la ciencia nada podía hacer por él. Médicos, enfermeras, familiares y amigos sabían que iba a morir. Debería haber salido de este mundo en condiciones más humanas, más dignas, pero la mala suerte quiso que quedara en manos de quienes no parecen ni comprender, ni aceptar la muerte como un proceso natural al que hay que permitir que ocurra, en el momento indicado. Fue así como el doctor X, sin ninguna esperanza de vida y en contra de su voluntad, se vio separado de su familia para quedar atado a un respirador, a monitores, sondas, electros en su lecho de hospital, semidesnudo, sin voz, solitario, con el frío característico de esos lugares y de la enfermedad misma, rodeado de otros enfermos en iguales o peores condiciones. Cada vez que sonaban las alarmas mecánicas anunciando la llegada de una muerte liberadora, al doctor X lo resucitaban por todos los medios al alcance de sus médicos. Fue así como transcurrieron primero días, luego semanas, finalmente meses de una tortura que parecía no tener fin. El día antes de su fallecimiento iban a practicarle una operación en el estómago y de no ser porque su esposa se paró frente a la cama del moribundo y aseguró que primero tendrían que pasar sobre su cadáver, lo habrían sometido a este último e innecesario tormento.

No desconozco las maravillas de la ciencia médica, los múltiples beneficios que trae, el hecho de permitir que prolonguemos la vida aún después de haber sufrido una enfermedad terminal, como es mi caso. Admiro y agradezco cada día los avances de la misma. Sé también que innumerables vidas se salvan a diario gracias a la atención especializada que recibe un enfermo, un herido, en una unidad de cuidados intensivos. Pero para aplicar esa ciencia, como en cualquier otra circunstancia, hay que tener criterio; pensar que dichos cuidados son para quienes tienen la posibilidad de vivir, no para quienes irremediablemente van a morir.

Quienes estuvieron a cargo del doctor X durante sus últimos días dirán que no hicieron más que cumplir con el juramento hipocrático, que aquello fue lo correcto, lo ético. Es lamentable ver que la ética, cuando está mal entendida, puede llevar a padecimientos sin nombre, a la pérdida de la dignidad en el momento definitivo para el ser humano. Una aterradora posibilidad pues, como dice el refrán, “nadie está libre”. Prolongar una agonía por el simple hecho de poder hacerlo, ceder quizás a la vanidad de demostrar cuánto se sabe jugando a ser Dios por unas semanas, o unos meses, es algo que amenaza los últimos días de cualquier paciente, en especial si tiene un buen seguro.

Fue primero gracias al cristianismo, y luego al capitalismo, cuando la vida dejó de pertenecerle al hombre. En el primer caso pasó a ser propiedad de una divinidad que determina cómo, cuándo y dónde debe morir. En el segundo caso pasó a pertenecer a la sociedad para la cual tiene que ser productiva, una tuerca en un engranaje que no se detiene. De ahí ese malestar instintivo, ese sentimiento de culpa que nos aqueja cuando enfermamos, cuando envejecemos, cuando vamos a morir. Porque entonces dejamos de ser útiles, de cumplir con algo que el mundo espera de nosotros.

La vida tiene que pertenecer a cada hombre y no a Dios o al César, no al cielo, a la productividad, a los médicos. Ese profundo miedo a la muerte, esa incomprensión que la rodea, nos expone al peligro de morir en medio de la soledad, en las condiciones más dolorosas, en lugar de hacerlo en el propio lecho, con la compañía de los seres queridos, quizás oyendo una sinfonía, una oración, o el canto de los pájaros en el jardín.

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