El hada de las burbujas

El hada de las burbujas

Natalia Ponce y los ataques con ácido olvidados

Por: Virginia de la Guardia
abril 15, 2015
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El hada de las burbujas

Los lectores se preguntarán qué tienen en común las arriba mencionadas. En la jerga de la ayuda internacional, las tres ostentan el susodicho título de Embajadoras de Buena Voluntad.

Y eso, ¿qué es? Balbucearía la señora que cada día duerme en la acera de enfrente de mi casa. Y Diana, bajaría su triste mirada y me diría, apartándose delicadamente el cabello de su rostro desfigurado por ácido: ¿señoras de qué?

La mujer que cada día duerme sola, acurrucada en el suelo húmedo y frío en la calle 75 del barrio pudiente del Nogal (o como dicen ustedes, de estrato cinco o seis, no sé) es una desplazada más de la gran urbe de Bogotá. Anónima, como también lo es Diana, que con a penas 21 años, le desfiguraron la cara, el cuerpo y posiblemente las ilusiones una noche fría de octubre del 2010, cuando ayudaba a su cuñada, alias Delfines (ya que sus prominentes pechos lucen un bonito tatuaje), a vender tintos en el barrio de Usme. El presunto autor intelectual de los hechos se pudre en la hacinada cárcel de la Modelo (como tantas otras en el país), a la espera de una condena. Y el autor material solo dejó una leve huella en nuestras mentes a través del retrato hablado que publicaron diversos medios en su momento. Pero todo eso ya se olvidó. Todo eso ya no es noticia. Lo fue en su momento, claro, cuando Diana se debatía por su vida en una camilla del hospital Simón Bolívar, en la unidad de quemados, y los medios, sedientos de amarillismo, publicaban a todo color la triste historia de una mujer del Tolima, desplazada por la guerra a Bogotá con su hija Diana, que entonces solo tenía 8 años.

Sigamos con las susodichas embajadoras de buena voluntad: en teoría (y ahora he decidido no poner mayúsculas) son contratadas por organismos internacionales para dar voz a las víctimas anónimas, aquellas víctimas que no basta que su condición de vida sea paupérrima, condenada a muerte para que los que tienen más suerte en la vida se apiaden de ellas y muestren un cierto interés, aunque sea de corta duración.

Se trata de una práctica mucho más antigua de lo que pensaba, fechada en 1954. El problema es que desde hace un tiempo el famoseo ha contaminado de tal manera nuestras vidas que somos víctimas, sí, sí, nosotros mismos, de la dictadura de los futbolistas, modelos, cantantes, actores millonarios. Me gustaría que se alabara exclusivamente a dicha fauna humana por sus logros en sus terrenos respectivos: deportes, moda, música, cine.

Me parece extremadamente esperpéntico que cuando se trata de dar voz a los anónimos la Trierweiler, representando a la organización no gubernamental francesa Acción Contra el Hambre (ACF) en India, solo acapare la atención de los medios por su ruptura trágico-cómica con el primer ministro francés, y que las víctimas hambrientas de verdad se hundan más en el anonimato. Que las burbujas de la bellísima Scarlett solo engorden los estómagos de los habitantes de la ocupación palestina y que la buena voluntad de la Farrow por rescatar del olvido a los civiles atemorizados de la guerra civil en la República Centroafricana, solo se asocie con el closet donde, según su hija adoptiva, fue violada por Woody.

Y lo peor de todo es que las víctimas anónimas también ansían, en su sueño de una vida mejor, llegar a ser famosas.

 

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