El gobierno de Álvaro Uribe nunca fue para la paz sino para la guerra

El gobierno de Álvaro Uribe nunca fue para la paz sino para la guerra

A propósito del papel, criticado por uno y aplaudido por otros, que ha tenido en los últimos años el “eterno” e “intocable” expresidente

Por: Oto Higuita
agosto 23, 2019
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El gobierno de Álvaro Uribe nunca fue para la paz sino para la guerra
Foto: Leonel Cordero - Las2orillas

Álvaro Uribe ganó la presidencia (2002-2010) con la promesa de derrotar a la guerrilla con su conocida bandera de la Seguridad Democrática. Para lograr sus propósitos y los de la clase terrateniente y sus aliados históricos, paramilitares y grandes narcos, equiparó a las Farc con organizaciones “terroristas” aprovechando el buen ambiente y momento por el que pasaba el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, con la llamada Justicia Infinita u Operación Libertad Duradera, con la cual ordenó atacar a los países del eje del mal que apoyaban el terrorismo islamista, principalmente Irak, Afganistán e Irán que a juicio de los estrategas de la Casa Blanca, fueron los responsables del ataque terrorista a las Torres Gemelas de New York, el 11 de septiembre del 2001. 

Hecho que ha sido puesto en duda por varios investigadores, exagentes de la CIA, el exgobernador de Florida Bob Graham, así como mundialmente conocido documentalista Michael Moore, quien pidió que se volviera a abrir una investigación sobre este abominable hecho.  

Para demostrarle que estaban dispuestos a continuar la confrontación militar, las Farc recibieron a Uribe con el lanzamiento de cohetes artesanales el día de su posesión como presidente en el palacio de Nariño. 

De otro lado, estaba dentro de la lógica, Uribe aprovechó el Plan Colombia que le había dejado montado su antecesor, Andrés Pastrana, luego de la ruptura en el 2002 de los diálogos del Caguán entre este último y las Farc.

A partir de allí, Uribe desde su gobierno y con el apoyo y asesoría de la embajada de los Estados Unidos y el Pentágono, principal pero no únicamente, se propusieron lanzar con asiduidad y precisión milimétrica su estrategia de guerra total camuflada en la Seguridad democrática, única bandera de su gobierno. 

Estrategia cuyos objetivos eran retomar la seguridad  y tranquilidad en carreteras y pueblos, recuperar la economía golpeada por retenes y saboteos a la infraestructura que llevaba a cabo la guerrilla, y garantizar un buen clima de inversiones a los grandes inversionistas de capital. 

Por supuesto, su estrategia contemplaba acabar con el secuestro, las vacunas que las guerrillas impusieron a los grandes terratenientes, empresarios y multinacionales, y con toda clase de tropelías y atentados contra la infraestructura petrolera, carreteras, puentes, alumbrado eléctrico, ataques y emboscadas a patrullas y bases militares que llevaba a cabo la guerrilla y que habían aumentado considerablemente desde la década anterior, a su llegada al poder en el 2002.

Para conseguir dicho objetivo mayúsculo, de Estado, de clase, había que empezar despejando militarmente las carreteras y los grandes finqueros, aunque no únicamente ellos, también una clase media propietaria de pequeños terrenos y fincas de descanso, pudieran salir a pasear y visitar sus fincas y propiedades en el campo; seguidamente asegurarle al gran capital y las trasnacionales un país en calma y en paz para la inversión de capitales, y luego lograr la cohesión social del pueblo. Sin duda, una estrategia de guerra total bien diseñada, que se componía de varios elementos, no solo el componente militar. 

¿Quién era Álvaro Uribe antes de ganar la presidencia? 

Antes de ser presidente Álvaro Uribe contaba con una larga carrera como funcionario del Estado que empezó desde muy joven. 

El punto de partida de su larga carrera política —y que al parecer no está dispuesto a terminar a pesar de las duras pero bien articuladas críticas y evidencias contundentes por los delitos presuntos, hasta que un tribunal con pruebas legalmente obtenidas lo venza en un juicio imparcial y con garantías, cosa improbable en este momento en Colombia por la delgada línea que divide la esfera del poder político la del poder judicial— fue como director de la Aeronáutica Civil entre 1980-82, un cargo que utilizó, según testigos ampliamente conocidos como Margarita Vidal y otros que hoy están muertos como el coronel coronel  Jaime Ramírez Gómez, además de ser señalado de conceder licencias de vuelo a Pablo Escobar, el jefe del Cartel de Medellín, de las cuales unas 200 quedaron en manos de dicho cartel, según la investigación para obtener maestría publicada por la facultad de Derecho de la Universidad de Valencia en el 2012.

Fue también alcalde de Medellín (1982), cargo al que tuvo que renunciar a los pocos meses por pedido del presidente Belisario Betancur al gobernador de ese entonces, Álvaro Villegas, ante denuncias de nexos con el Cartel de Medellín.  

Posteriormente fue elegido Senador de la República entre 1986 y 1994, desde donde impulsó la reforma a la Seguridad Social (Ley 100 de 1993) que modificó sustancialmente el Sistema Nacional de Salud, mercantilizando un derecho fundamental como la salud, entregándola a empresas intermediarias como las EPS (empresas promotoras de salud) y ARS (aseguradoras del régimen subsidiado) que han quebrado el sistema de salud ocasionando una grave crisis que sigue sin solución.  

Como senador fue ponente de la reforma laboral (Ley 50 de 1990) que arrebató derechos de los trabajadores como la estabilidad laboral, las horas extras, suprimió la retroactividad en el pago de las cesantías, abrió las puertas a la tercerización laboral. En pocas palabras, impulsó reformas en el Congreso en favor de la patronal y el gran capital transnacional; al tiempo que pauperizó los salarios de los trabajadores que vieron desaparecer como por arte de magia sus derechos y conquistas laborales.

La gobernación fue el siguiente peldaño en la larga y esquiva escalera hacia el máximo cetro de poder político. Como gobernador electo de Antioquia (1995-1997) apoyó e impulsó las Convivir, primeras organizaciones armadas de civiles reconocidas por el Estado y creadas en el gobierno de César Gaviria (1990-1994) a través del Decreto-Ley 356 de 1994. 

Hay que tener presente que desde sus primeros pasos como funcionario público y representante de un grupo particular de políticos corruptos, criminales, empresarios, terratenientes y la nueva clase mafiosa, traqueta y paraca emergente, empezó a construir su premisa principal: combatir el comunismo disfrazándolo de terrorismo. 

Así mismo, hay que reconocer en Álvaro Uribe una sed de venganza bien disimulada y sinuosamente practicada desde el asesinato de su padre Alberto Uribe Sierra en 1983, un tema que debiera ser seriamente investigado y tratado para determinar con claridad sus autores, causas y consecuencias.

Venganza dirigida principal pero no únicamente, contra las Farc, como si quisiera cobrarle a la oposición política dicho asesinato. Actitud personal que se puede trazar como un rasgo distintivo, unas veces más visible que otras, durante el ejercicio del poder como alto funcionario del Estado. 

De ahí que su principal propósito fuera la conquista del máximo escalafón dentro de la jerarquía del Estado, desde donde consolidó su visión estratégica y política, a través de alianzas con diferentes fuerzas políticas, principalmente de extrema derecha, conservadores y liberales representantes del decadente bipartidismo, sectores económicos como los gremios, grandes empresarios, el mando militar, Estados Unidos, los principales medios de comunicación, las iglesias de todas las pelambres.

Además, cuando llegó a la presidencia Uribe (2002-2010) contaba socialmente con el desgaste y cansancio en amplios sectores de la sociedad que había causado el largo conflicto armado, como la clase media que se sentía confundida y sin horizonte e ideológicamente ambivalente; con las capas de la población más pobre y excluida de cualquier beneficio del Estado social de derecho, que empezaron a amar al opresor y a odiar a quienes de tiempo atrás venían luchando y ejerciendo la oposición a la opresión y explotación históricas, a quienes ya habían puesto una alta cuota de de muertos causada por la represión de las clases que detentan el poder desde la época republicana. 

Fue bajo un ambiente de estas características, como presidente, que pudo imponer su estrategia anticomunista o contrainsurgente.

A partir de allí es donde entra a jugar un papel determinante el Plan Colombia, ya que en un ambiente donde se afirmaba que éramos un país inviable, donde no gobernaba sino el caos y el conflicto interno, donde no existía el orden, ni las instituciones funcionaban como era debido, era al mismo tiempo el ambiente propicio para construir la visión de que en Colombia no había en absoluto un conflicto armado ni interno, sino una banda de terroristas que estaban haciéndole daño a la sociedad y a su pueblo. 

En esta tesis hay, por supuesto, una lógica perversa. Porque, de un lado, reconocer o aceptar como lo hizo Juan Manuel Santos una vez llegó a la presidencia en el 2010, que Colombia atraviesa una larga y profunda crisis de naturaleza diversa y dimensión histórica, de la cual el conflicto armado es una de las principales expresiones de una crisis social, política y militar; situación que se refleja en la ilegitimidad a que han llegado las instituciones, en el trastocamiento de los valores democráticos y en la ingobernabilidad; y por el otro, el desgaste y cansancio colectivo cada vez más visible en la sociedad en su conjunto, sería reconocer y legitimar, al mismo tiempo, a las guerrillas que para Alvaro Uribe no han sido más que una banda de “terroristas” que le están haciendo la guerra a Colombia, a sus ciudadanos y a la democracia.

Pues para la extrema derecha, renovada y envalentonada a partir del discurso revisionista y negacionista de Álvaro Uribe, lo que ha sucedido en Colombia durante décadas es la prueba de que la guerrilla no tenía legitimidad ni derecho histórico para alzarse en armas y ejercer la rebelión armada contra el Estado. 

Tesis que sustentó y defendió el uribismo desde que empezó su escalamiento al poder, en medio de una realidad y una sociedad donde el Estado, por el contrario, viene haciendo uso sistemático del terrorismo de Estado y la eliminación del opositor político, como lo han argumentado investigaciones, estudios y observadores muy serios sobre el conflicto armado, sus causas, orígenes y principales actores.   

A nadie le cabe duda que el mensaje extremista y guerrerista de Uribe logró unir la mayoría del país contra las guerrillas, polarizando la sociedad a un nivel nunca antes visto en la historia reciente, con la excepción de la época de La Violencia que desató el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. 

Ese discurso gangsteril pero pegajoso y oportuno para el momento que vivía el país, logró construir el consenso y la alianza mayoritaria mencionada arriba, agrupándola en una especie de frente clasista de derecha, y desde ella lanzar su campaña bélica contra el enemigo “terrorista”, que como se ha dicho abarcaba a la oposición también. 

Durante su gobierno se produjeron más asesinatos de civiles por las FF. AA. y organismos de seguridad aliados con el paramilitarismo, que en ningún otro, presentando dichos asesinatos como integrantes de la guerrilla, en lo que se conoce como falsos positivos o muertes fuera de combate. Se calcula, según un estudio reciente, que pueden haber sido más de diez mil los asesinatos.   

Los dos períodos de su gobierno, es mejor repetirlo, incrementaron más que ningún otro en la historia reciente de Colombia el asesinato de líderes políticos de oposición y de izquierda, defensores de derechos humanos, sindicalistas, estudiantes, líderes afros e indígenas  sin contar los miles que hizo encarcelar desde que lanzó su programa de la red de informantes pagos en el país, Latinoamérica y Europa a través de sus embajadas. 

No tiene discusión que asumió el poder en un momento en que Colombia no era un país viable para muchas agencias, organismos e instituciones internacionales; que llevó a que se discutiera si era un país fallido, donde la guerra que hicieron las guerrillas destruyendo pueblos y la infraestructura económica, profundizó la crisis social, política y económica aún más como se ha afirmado. 

Ahora bien, Uribe es el expresidente que más expedientes y acusaciones judiciales tiene ante los máximos tribunales de justicia. Según el portal Kien y Ke, en la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes cursan 261 procesos en su contra.

Muchos de los testigos que lo señalaban de haber apoyado e impulsado grupos paramilitares han sido asesinados; son bien conocidos los altos funcionarios que trabajaron en su gobierno que están o han estado en la cárcel por delitos graves; el caso del DAS y sus directores acusados de perseguir, chuzar las llamadas e incluso dar la orden de asesinar opositores ha sido uno de los más conocidos; aparte de los escándalos de altos funcionarios incluido ministros condenados por corrupción como Andrés Felipe Arias, por el caso Agro Ingreso Seguro; o como el fraude y cohecho para la reelección que llevó a la cárcel a varios de sus ministros en el conocido escándalo de la Yidis Política.  

Sobre los acuerdos de “paz” que hizo con las Autodefensas Unidas de Colombia, (AUC) entre el 2003, tras el Acuerdo de Santa Fe de Ralito,  y el 2008, en que fueron extraditados los principales jefes paramilitares, varios de éstos (Mancuso y Don Berna),  lo han acusado de haberlos enviado a las cárceles de Estados Unidos llevando los crímenes de lesa humanidad a un nivel de impunidad nunca antes conocido, para que no contaran lo que había detrás de la estrategia paramilitar y las horrendas masacres que cometieron en todo el país.

Estrategia de la muerte que contó con el apoyo, acompañamiento y asesoría de militares extranjeros, el ejército nacional, la policía y las agencias de inteligencia, en una espantosa cruzada anticomunista que pasaba por sacar a la fuerza, lo que se conoce como desplazamiento forzado, a millones de familias campesinas que tuvieron que dejar sus casas, pertenencias y parcelas de tierra que pasaron a engrosar la de los grandes terratenientes y nuevos ricos que se hicieron a millones de hectáreas de tierra a punta de masacres, motosierras y terror. 

Como jefe supremo de las Fuerzas Armadas dio la orden a su ministro de defensa, Juan Manuel Santos, de bombardear un campamento de las Farc en Ecuador violando la soberanía del vecino país, en el 2008, donde murió Raúl Reyes, uno de los máximos comandantes de esta guerrilla.  

El de Álvaro Uribe nunca fue un gobierno para la paz sino para la guerra, que adornó con sus famosos y pintorescos tres huevitos: la seguridad democrática, la confianza inversionista y la cohesión social, que no fueron más que parte de los componentes espurios de una estrategia de guerra que costó la vida de miles de colombianos; haciéndole creer a más de medio país, no está por demás recordarlo, que de lo que se trataba era de poder viajar por carretera a la finca, una vez estas fueron despejadas de “terroristas”. 

Desde que llegó a la presidencia en el 2002 con el 53% de los votos, su influencia en la vida política, la economía y la nación no ha parado, aunque hoy es evidente su desgaste. Y es en medio de ese desgaste, pues no hay estrategia eterna como tampoco presidente que lo sea, que ha sido llamado por la Corte Suprema de Justicia para que enfrente las acusaciones y las pruebas que tiene el alto tribunal de una parte de los delitos que ha cometido. 

Algunos pocos fanáticos entre sus seguidores han dicho que si es encarcelado su “eterno presidente”, el “intocable”, habrá guerra civil. Ciegos ante la que llevamos por más de 60 años, nunca declarada y a cuentagotas, y aún así ha dejado una insuperable montaña de muertos. ¿Cuál será que los demás no vemos? ¡Ilumínalos, señor!

 

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