El ataque con drones en Aguachica, Cesar, que dejó siete soldados muertos y más de treinta heridos, no golpeó como una sorpresa sino como una confirmación. Otra vez el Ejército de Liberación Nacional mostró que la guerra sigue siendo su idioma preferido y que los diálogos de paz, esos que el Gobierno insiste en llamar proceso, llevan rato convertidos en una palabra vacía. La explosión no solo mató siete jóvenes militares: terminó de sepultar una negociación que desde hace años parecía sostenida por la obstinación política de no reconocer el fracaso.
Detrás de ese ataque estuvo José Sánchez Navarro, alias Wilser, jefe del frente Camilo Torres del ELN, un hombre con historial largo y meticuloso de violencia, experto en explosivos y francotirador, con órdenes de captura vigentes y una hoja de servicios que incluye atentados contra tropas, policías y civiles desde hace casi una década. No es un actor marginal ni una rueda suelta. Es, más bien, el rostro nítido de una organización que, mientras habla de paz en comunicados, mantiene intacta su capacidad de matar y su voluntad de hacerlo.
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Ese contraste es el que ha marcado, desde el inicio, los diálogos entre el gobierno de Gustavo Petro y la guerrilla más antigua del continente. Antes de Aguachica, la semana pasada el ELN instaló un retén ilegal en la Vía Panamericana que comunica Cali con Popayán, en medio del paro armado de 72 horas que la guerrilla anunció.
El proceso de paz con el ELN arrancó en noviembre de 2022 en Caracas con promesas de cese al fuego, participación social y acompañamiento internacional. Luego vinieron México, Cuba, los comunicados solemnes, las fotos de delegaciones sentadas alrededor de mesas largas. Y, en paralelo, siguieron los ataques, las extorsiones, los asesinatos selectivos, los desplazamientos. Como si se tratara de dos realidades que no se tocaban: la del discurso y la del territorio.
En enero de 2023, el presidente decidió relevar a Otty Patiño y nombrar como jefe negociadora a Vera Grabe. La designación no fue neutra. Grabe, exintegrante del M-19, como el propio Petro, llegaba con un currículo académico robusto y con una biografía atravesada por la idea de la paz negociada. Su nombramiento fue leído como un gesto de confianza política y como una apuesta por la afinidad ideológica y generacional. Desde entonces han pasado casi tres años y los resultados son difíciles de encontrar incluso con lupa.
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Bajo su liderazgo, la mesa ha sufrido suspensiones reiteradas, retrocesos y silencios prolongados. El cese al fuego se rompió varias veces. Los compromisos humanitarios quedaron en declaraciones. La participación de la sociedad civil se volvió un concepto abstracto. Y, sobre todo, el ELN siguió actuando como un ejército en expansión en regiones como el Catatumbo, donde la violencia se intensificó con ataques contra población civil, firmantes de paz y fuerza pública.
El Catatumbo terminó convirtiéndose en el símbolo más crudo del fracaso. Allí, el ELN desplegó ofensivas casi simultáneas en varios municipios, desplazó familias, asesinó líderes sociales y demostró que su estrategia no había cambiado. El propio Gobierno calificó esos hechos como crímenes de guerra y anunció la suspensión de los diálogos. No era la primera vez. Ya antes había ocurrido lo mismo: la mesa se congelaba, se anunciaba una pausa, se hablaba de reflexión, y luego todo volvía a empezar sin que nada esencial se hubiera corregido.
Lo que distingue este momento es la acumulación. Cada ataque, cada muerto, cada suspensión fue erosionando la credibilidad del proceso y, con ella, la figura de quien lo encabezaba. Vera Grabe quedó atrapada en una paradoja: mantener viva una negociación sin avances concretos mientras la guerrilla multiplicaba las demostraciones de fuerza. Su permanencia en el cargo, respaldada por el presidente, empezó a parecer menos una estrategia y más una negación. Un intento de sostener la narrativa de la paz total aun cuando la realidad insistía en desmentirla.
El atentado de Aguachica terminó de desnudar esa contradicción. Mientras el país contaba soldados muertos, la mesa de diálogos es hoy un escenario distante, incapaz de incidir en lo que realmente importa: que no sigan matando. Alias Wilser y otros mandos del ELN siguen actuando actuaban como si nunca hubiese intensión de paz.
El Gobierno ha intentado explicar este fracaso señalando la falta de voluntad del ELN. Y esa explicación es cierta, pero incompleta. También ha habido una incapacidad estatal para poner límites claros, para condicionar la negociación a hechos verificables y para asumir costos políticos cuando la apuesta no funciona. Mantener a la misma jefa negociadora, con un salario alto y sin resultados visibles, se convirtió en una señal de continuidad que contrastaba con la magnitud del fracaso.
No es la primera vez que el Estado colombiano fracasa en diálogos con el ELN. Ha ocurrido con gobiernos de distintos signos, en distintos momentos. La diferencia ahora es que este proceso había sido presentado como una de las banderas centrales del mandato de Petro. Su derrumbe no es solo un revés táctico, sino un golpe a la promesa de una paz total que, en el caso del ELN, nunca pasó de ser una aspiración.
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