El fiscal que no se fue
Opinión

El fiscal que no se fue

El fiscal general hoy es incapaz de cumplir a cabalidad sus funciones por la ausencia de una cualidad imprescindible: la confianza colectiva

Por:
enero 22, 2019
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Posiblemente, los hechos acontecidos en los últimos meses relacionados con el fiscal general de la Nación, Néstor Humberto Martínez, trascenderán en el tiempo y en la memoria por la exuberancia de sus componentes novelescos. Testigos inocentes que caen grávidos por los efectos implacables del cianuro; un anciano multimillonario incapaz de encontrar solaz en su fortuna otoñal por los descuidos de su abogado de confianza y; una clase política atemorizada por el poder demoledor de las verdades con las que se persigna todas las noches el todopoderoso fiscal. No obstante, todos estos elementos, pintorescos y dramáticos, han desviado la atención e importancia de una realidad irrefutable: en una democracia que se precie de otorgar garantías en la administración de justicia, un funcionario público -cualquiera que sea- sumido en un marasmo de sospechas (como lo está Martínez) no puede continuar en su cargo.

En efecto, más allá de cualquier consideración subjetiva, el fiscal general en la actualidad es incapaz de cumplir a cabalidad sus funciones por la ausencia de una cualidad imprescindible para el ejercicio idóneo de su mandato: la confianza colectiva. Dicha confianza -invisible pero sustancial- se hace incluso más determinante de acuerdo a la majestad e importancia del cargo. En otras palabras, a mayor jerarquía, mayor necesidad de la confianza de los ciudadanos. Hoy por hoy, el cargo de fiscal general de la Nación es posiblemente uno de los tres más importantes de Colombia, y sin dudarlo, es el que requiere de mayor acompañamiento y auxilio ciudadano para su ejercicio. Por esto, es evidente que el fiscal Martínez hace más daño que bien al parecer inmune -o más bien sordo- ante esta realidad.

 

 

Para el caso del fiscal, su insistencia en permanecer a gusto en su sillón
afecta la razonable transparencia y requerida integridad
en la administración de justicia

 

 

 

En términos generales, recordaba el filósofo político más importante del siglo XX en los Estados Unidos, John Rawls, que cualquier proceder humano racional que se preciara de ser justo, no solo debía medir el provecho o utilidad que reportaba al individuo sino que debía también -sin excepción- calcular el impacto razonable (y favorable) que causaba en la vida de los otros: una versión práctica de la responsabilidad colectiva que recae sobre las acciones individuales de los hombres. Para el caso del fiscal, es evidente que su insistencia en permanecer a gusto en su sillón (aunque puede responder a la protección racional de sus intereses personales y de sus allegados) afecta la razonable transparencia y requerida integridad en la administración de justicia. Basta reconocer el manto de incredulidad que oscurece sus recientes investigaciones -y expeditas conclusiones- sobre el ataque terrorista en el que murieron más de una veintena de jóvenes policías. No existe justicia, donde no existe credibilidad y al fiscal -salvo contadas e interesadas excepciones- nadie le cree ya. Presenciamos una triste y dolorosa versión de la fábula del pastorcito mentiroso en la que el pastorcito es a la vez niño burlón y lobo feroz.

En cualquier caso, y dados los últimos acontecimientos, parece quedar en la conciencia de Néstor Humberto Martínez su decisión de renunciar o continuar menoscabando la integridad de una institución fundamental, como lo es la Fiscalía General, en la consolidación del Estado colombiano. Ojalá que el fiscal prefiera pasar a la breve historia nacional como un funcionario digno -más vale tarde que nunca- que supo estar a la altura de los intereses colectivos y no como un llamativo personaje literario que, a pesar de las evidencias, prefirió sentarse en su oficina a la espera de que las paredes del recinto trituraran su conciencia, al ser empujadas hacia él, por su cuestionable soberbia y su enfermiza terquedad.

 

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