No parecía el que había sido ni el niño campesino que cuidaba cabras en los llanos de Mesetas durante los años noventa, ni el adolescente de dieciséis años que tomó un fusil como quien acepta un legado sin comprenderlo la vida. Tampoco parecía el comandante silencioso, de verbo seco, que alguna vez se ganó el respeto —o el miedo— en las entrañas de la selva. Su nombre civil, Alexander Díaz Mendoza, apenas era un eco en documentos olvidados. En la guerra, y en los informes de inteligencia, todos lo conocían como ‘Calarcá Córdoba’. Su rostro volvió a circular en medios tras una emboscada reciente en Guaviare, donde murieron siete soldados. El país estalló en condenas; él, en cambio, explicó la masacre como una equivocación.
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Esa palabra —error— parecía su estrategia para maquillar la masacre. El incidente había ocurrido cerca de un Espacio Territorial de Reincorporación, en un momento en que regía un cese al fuego bilateral. Según él, sus hombres confundieron a los soldados con fuerzas rivales. Dispararon primero, como manda la selva, y preguntaron después. Siete cadáveres. Cinco soldados retenidos. El país habló de masacre; sus hombres hablaron de victoria.
Había pasado mucho desde que ‘Calarcá’ había entrado a la guerra. Treinta años de selvas, emboscadas, cocaína y traiciones. Su ingreso a las Farc ocurrió cuando los acuerdos de paz no eran más que conjeturas. En el Frente 40, donde compartió trinchera con alias ‘Iván Mordisco’, fue subiendo hasta convertirse en subcomandante. Tenía fama de ser reservado, eficaz, despiadado. En 2013, ya figuraba entre los hombres de confianza de Gentil Duarte, otro comandante que años después también se negaría a firmar la paz.

Mientras otros colgaban los fusiles en 2016, él eligió otra vía. La guerra como modelo de persistencia. La coca como sistema. En vez de desmovilizarse, ascendió. Quedó al frente del bloque Jorge Suárez Briceño, una disidencia sin eufemismos que controla hectáreas donde el Estado apenas existe como rumor. Desde allí, dirigía tropas, controlaba rutas, establecía peajes invisibles.
Lo capturaron en 2024 y esa detención fue un escándalo mayúsculo. Lo encontraron a bordo de una camioneta oficial, escoltado por hombres de la Unidad Nacional de Protección. Llevaba un arsenal con él. Estuvo poco tiempo preso. Un decreto lo devolvió a las montañas bajo la figura, jurídicamente difusa, de “gestor de paz”.
Pero ‘Calarcá Códoba’ nunca quiso hacer la paz. No entonces, ni ahora. Rechazó los protocolos, desconfiaba de las zonas de concentración, decía que nada estaba claro. Deslizaba, con la serenidad de quien no se siente culpable, que si hubiera querido dejar las armas lo habría hecho cuando lo hizo todo el Secretariado. El presente, para él, era solo una confirmación de su decisión de no firmar nada.
En Guaviare, sus hombres —según informes— confundieron a las tropas del Ejército con unidades de ‘Iván Mordisco’. O eso dijeron después. Antes, desde los canales oficiales del bloque, se celebró la acción como una victoria. Las versiones se bifurcaron: la muerte como error, o la muerte como mensaje. Las familias de los soldados contaron los cuerpos. La CIDH condenó el ataque. El gobierno tambaleó entre romper o extender el cese al fuego. Lo suspendió. Luego, de manera contradictoria, anunció una nueva prórroga táctica. La paz seguía negociándose a tientas, como si el país ya no supiera cómo hacer otra cosa.
Calarcá, mientras tanto, se mantenía en el monte. Había sobrevivido a todas las etapas de la guerra. Desde la selva, grababa comunicados, concedía entrevistas, hablaba de incumplimientos y traiciones. Ya no como guerrillero en fuga, sino como autoridad armada.
Los analistas lo ubicaban en el centro de un nuevo rompecabezas del conflicto: una red de frentes que no respondían a la antigua verticalidad de las Farc, sino a lógicas de poder más fragmentadas, más económicas, más territoriales. ‘Calarcá Córdoba’ aparecía como un engranaje de esa maquinaria irregular. Uno de los pocos que no solo había sobrevivido, sino que había prosperado.
Las cifras de muertos seguían creciendo, y con ellas el escepticismo. Las promesas de paz comenzaban a parecer parches en un traje que ya no se sostenía. Su negativa a desmovilizarse no era una rareza, sino una señal. Un síntoma de que algo, en el fondo del proceso, se había roto. Alexander Díaz Mendoza es y sigue teniendo muchos rostros: campesino reclutado, comandante ascendido, gestor de una guerra sin fin. Pero, sobre todo, es la representación de una promesa incumplida, de un hombre que le está haciendo trampa a la paz.