El delito de ser pobre o 6402 infamias

El delito de ser pobre o 6402 infamias

"Pudimos haber sido parte de ellos, corrimos con suerte, nos separaron unos tres años y varias cuadras montaña arriba". Relato

Por: Cleto Moiss
abril 28, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El delito de ser pobre o 6402 infamias
Foto: Las2orillas / Leonel Cordero

Ya no recuerdo exactamente cuándo, pero recuerdo perfectamente lo que pasó.

La noticia de los más de 6400 jóvenes asesinados por las armas del ejército nacional me ha abierto el corazón donde alojo un recuerdo triste de mi juventud. Ahora pienso, sin ánimo de victimizarme, que pude haber estado en esa estadística.

Provisionalmente ubicaré lo sucedido en el segundo semestre de 2001. Por aquel entonces, como todo joven de barrio popular, con 19 años, me encontraba desesperado buscando “camellar” y como siempre me enseñaron: en lo que fuera. Hijo de una aseadora que mantenía sus 4 hijos con un salario mínimo. En una casa de 1 piso a medio construir en los barrios nuevos de ciudad bolívar, con piso de tierras pisoneada, los huecos de las paredes sin revocar dejaban pasar el viento silbando en las noches, la puerta de la calle de madera con una hendija por donde se atravesaba una cadena que se aseguraba con un candado cunado todos salíamos, me llevó desesperadamente a lo que fuera.

Aunque por esa época ya conocía la que sería mi familia grande, mis ingresos allá solo eran esporádicos y me rehusaba a pedir ayuda porque por sobraba dignidad como para tener la fuerza de sobrevivir esa pobreza. Fue en medio de esa búsqueda desesperada de camello que a acepté la oferta de un vecino que me ofreció ir a trabajo en su finquita, Ubicada en el occidente de Boyacá y donde tenía un cultivo de hoja de coca. él la llama chagra. El trabajo era fácil, o eso parecía. Los primeros días era solo trabajar desmontando el cultivo y en unas semanas, en la época de recolección, solo había que raspar la hoja de la mata. Sí, me fui de raspachín. O mejor, nos fuimos, porque en esa empresa me acompaño el amigo más flojo de mi hermano mayor, esos con los que la pobreza compartida se hacía más llevadera.

Cogimos camino una madrugada de martes, o eso creo. Días antes le había dicho a mi mamá que me iba y ella se desprendió de mí con la misma dulzura y amor, con el que se desprendería años después cuando ya estaba de lleno en mi otra familia.

Con los primeros rayos de sol, ya en carretera, el conductor puso, y de eso sí me acuerdo con la nitidez del día, la música popular del mexicano Joan Sebastian. “yo, el último de todos tus amores; yo, el loco aquél que nunca te olvidó”.  Yo iba en la parte de adelante de la buseta intermunicipal y las curvas de la carretera me llenaron de nostalgia. Rara palabra, que hoy sé que está compuesta por el griego Nostos que significa viaje de regreso al hogar y algos que se traduciría como dolor. Dolor por regresar a la casa.  Pero no importaba. El negocio y plan eras simples: echar machete, raspar hojas, volver. Nos daría 30 mil por día, o eso nos habían prometido; el patrón nos tendría en su finca y a los 3 meses nos devolvíamos. Con la plata.

Llegamos a Chiquinquirá, allí paramos a desayunar y volvimos a coger camino, esta vez la carretera se hizo destapada y curvosa en descenso; desde donde yo iba se podía ver la montaña cortada por la carretera que se metía adentro del cañón.  Ya pasadas varias horas, el conductor se detuvo alertado y en un gritó asustado, que tranquilos, que no dijéramos nada y no miráramos. Nadie comprendía.

Habíamos llegado a un cruce del río minero. Una panda de hombres había parado una camioneta que venía en sentido contrario; estaban armados, vestidos de pantalón de jean y camisetas negras, bajaron al conductor y para asegurarlo le pegaron un tiro en la pierna, luego lo subieron en la parte de atrás de la Toyota macho, como le llaman esas camionetas trocheras. Arrancaron y solo dejaron el polvero y nuestro primer susto.

Por fin llegamos, después de muchas horas, habíamos llegado, pero esa solo era la mitad del camino. Don Darío, el patrón, nos dijo a Javi y a mí, que se tenía que mover pero que al rato volvía, que si nos preguntaban que lo mentáramos a él. Y tenía razón. Desde que se fue, nos llegaron los “pajaros” a preguntar que quiénes éramos. Nosotros, más rolos que el “quihubo chino” desentonábamos en ese paraje a orillas de la carretera destapada y polvorienta. Pasaron tal vez unas 3 horas y regresó don Darío con pertrechos y remesa en unas mulas, nosotros obedientes seguíamos en la tienda destartalada, apenas habíamos podido comprar una gaseosa para los dos.

Esa noche dormimos ahí. El lugar era húmedo y caliente. En la noche, después del aguacero habitual, presencié el ritual de muerte más extraño que he podido contemplar en la vida y del que me acuerdo de vez en vez. Había un hombre sentado tomando pola en la cantina que quedaba en diagonal de donde estábamos, yo vi cuando lento se acercaba otro hombre por la calle diagonal que corría paralela a la carretera principal, venía lento, inofensivo; entró a la cantina acomodándose el poncho en la cara, fue ahí, cuando con el rostro tapado por el poncho y a un metro del bebedor, sacó una pistolita y le hizo los disparos que anónimamente lo acribillaron. Dio media vuelta, corrió unos 6 metros, ya en la calle, se destapó de nuevo y se devolvió por dónde había llegado. Ahí don Darío nos enseñaría esa regla: no hemos visto nada. Regla conocida por nosotros por la crianza en las calles de la ciudad bolívar de los 90.

Dormimos, bueno, si a eso se le podría llamar así. A las 2 de la mañana agarramos camino; curioso, por la carretera del asesino de unas horas antes. El trayecto fue a pie, a un buen tranco, las piernas se nos destrozaban por las trochas y a eso de las 7 llegamos a una montañita, como una pequeña mesetica en medio del quebrado paisaje. Estaba trillado por la gente y las mulas; ahí, en mesitas, había kilos de coca y pepas de esmeralda, los compradores, hombres en pantaloneta, con botas largas de caucho, descamisados, pero con sombreros y en sus cintos pistola, dos proveedores y un machete. La segunda regla, nunca compren solos, justo eso era lo que le había pasado al infeliz del carro del día anterior. Seguimos el camino.

Llegamos casi a la hora del almuerzo, el sol ardía, pero la humedad daba una falsa sensación de frescura cuando soplaba el viento. Nos dieron aguamiel, una especie de chicha fermentada con miel, almuerzo con carne, plátano y yuca. Desde ahí, como a Javier no le gustaba la yuca y a mí me encantaba, nos los cambiábamos, para él el plátano y para mí la yuca, la base del alimento diario. La carne nos dio la bienvenida, pero se despidió, desde ahí ya nunca más volvimos a probarla.

Esa noche confirmé lo que sería otra de las reglas, todas las noches llovía torrencialmente. La casita era de madera, construida a un metro del suelo. El terreno era montañoso y la casa vecina se veía en la montaña siguiente. A dos horas de camino.

Pasaron dos días y sus noches, a la segunda noche, apareció un perro blanco en medio de la lluvia, solo aparecía de noche. Por fin nos tocó ir al cultivo. Bajamos la montaña, caminamos y caminamos, pasamos por el laboratorio, una ramada de madera en donde había un plástico negro grande estirado en el piso que tenía rostros de hojas picadas, al fondo se veían canecas, no nos detuvimos a reparar, íbamos para las matas.

Comenzamos a echar rula, después de una hora ya los brazos no nos daban y de ahí comenzaba el martirio diario. Así varios días. Me comenzó a crecer la inconformidad y el extrañar la casa se hizo más graden. Quién iba a pensar que iba a extrañar esa carencia que daba seguridad en el hogar.

Un día, como a las 2 de la tarde, los brazos ya mamados, tensos y sin respuesta, comenzaron a tumbar matas de coca casi que autónomas por el peso del machete. ¡¡¡Los traje a cuidarlas no a tumbarlas!!!, nos gritó el patrón. Nos las iba a cobrar, ya le debíamos como 10 matas que nos iba a descontar.

Pasó como una semana, Javi comenzó a sentirse mal y a hincharse, casi a la misma velocidad con la que a mí se me hinchaban las ampollas de las manos.

Esa tarde, como a las dos, me senté debajo de un árbol gigante de tronco delgado pero alto, su ramaje comenzaba como a unos 4 metros; yo sentado en su raíz de momento sentí la necesidad de levantarme, me paré y avancé a seguir en las labores, había caminado unos 4 metros, cuando se escuchó un crujido y del árbol cayó la rama que estaba justo encima mío. Sentí pavor, se me aguó el ojo y me invadió el silencio.

Al día siguiente había que descansar porque era fin de semana. Sin embargo, también esa madrugada como a las 4, en el radio que Alirio, un campesino que dormía con nosotros y que nunca apagaba, en la única emisora que sintonizaba sonó religiosamente la canción que daba comienzo a la jornada, un tema campesino que a veces me sorprendo cantando: “soy soldado de la patria, eso dice mi teniente.”

El sueño se fue. Javi con más fiebre y más hinchado. Era un hecho, lo había picado la mata, eso nos explicaron y que por ello no podía volver al cultivo y que, si no servía para trabajar, que era mejor que nos devolviéramos. Nos hicieron cuentas, efectivamente salimos a deber, pero dentro de la bondad del patrón, nos prestó para el pasaje, solo para el intermunicipal, ni una moneda más.

Al día siguiente, agarramos camino de nuevo a las 2 de la mañana, estaba vez pasamos por el mercado de coca tan temprano que aún no sacaban las mesitas; no había nadie, era un punto de confluencia de compra y venta, ahí no vivía nadie. El camino que habíamos hecho de ida como en 10 horas, de regreso lo hicimos como en 6 o 7, una mula en la que iba Alirio, nos indicaba el camino y nosotros, con Javier a reventar de la inflamación y la fiebre, seguimos como pudimos, unas veces caminaba él, otras lo levantaba, pero siendo justos, la mayoría del camino fue medio arrastrado. Llegamos al caserío, como a los 40 minutos pasó el intermunicipal, ya no recuerdo si logramos negociar el pasaje, lo cierto es que al llegar a la Boyacá con autopista sur, la famosísima sevillana, punto de desembarco intermunicipal para los viajeros que vivimos en las montañas, nos bajamos y no teníamos ni para el bus al barrio, ni modo, nos tocó caminar hasta ciudad bolívar, de donde habíamos salido ilusionados con la falsa idea que de que trabajando se sale de pobre. Llegamos a la casa en la tarde, había sol y comida. Javier siguió el camino porque vivía a unas cuadras, yo dormí como por dos días.

La pobreza nos acogió igual que la familia. No hubo preguntas, solo algunas cosas que tuve a bien contar. Todo estuvo bien, la historia que se contó no tenía toda la carga simbólica que tendría años después cuando nos enteramos, que, con esa misma ilusión de salir de pobres, el ejército se llevó a miles de jóvenes de los barrios populares, trabajadores, ilusionados, los vistió de camuflados y en medio de la montaña, los masacró.

Ellos murieron pobres y por pobres. Delincuentes todos, su delito, ser pobres queriendo superarse.

Pudimos haber sido parte de ellos, corrimos con suerte, nos separaron unos tres años y varias cuadras montaña arriba.

Que la JEP haga su trabajo. Que caigan los verdaderos culpables.

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