El crimen de la payola
Opinión

El crimen de la payola

El dinero compra criterio y voluntad de quien programa la música y sin escrúpulos propaga las estéticas de “Se pone caliente cuando escucha este perrero y yo también me pongo caliente si la veo…”.

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enero 09, 2019
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Hay ocasiones en que uno comienza a tararear versos como: “Se pone caliente cuando escucha este perrero y yo también me pongo caliente si la veo…”. Al llegar a ese súbito instante de inconciencia, reconocemos que hemos caído en la propagación mercenaria de las estéticas y los ritmos que se pegan a título de payola.

La payola, a juicio del periodista cultural Rubén Darío Álvarez, apareció en los años setenta con los pesos de los marimberos guajiros, quienes entregaban a locutores y gerentes de emisoras dinero para que programaran solo la música de los grupos que ellos apoyaban. Está claro, “la payola” nació con todos los elementos de un delito autónomo.

La época de la bonaza “marimbera”, como toda bonanza, pasó, pero la práctica de la payola quedó intacta, asumida por gerentes de licores, productores musicales y empresas disqueras que han guiado hasta nuestros días la exacerbación de unas estéticas privilegiadas por el mercado y la supresión de aquellas que refuerzan, propagan y asientan la cultura y tradición de un pueblo.

En un espacio de enorme diversidad musical no se puede pensar que exista un sentir colectivo hacia un par de ritmos. La payola, solo por dinero, privilegia y extirpa las posibilidades rítmicas, estéticas y líricas que aquella diversidad ofrece.

La iluminación es plena.  Se descubre que estamos ante una práctica deshonesta, una transacción que genera riquezas a unos pocos y empobrece culturalmente a muchos. Viola la posibilidad de un disfrute pleno y diverso. En la payola alguien recibe un dinero que compra el criterio y la voluntad de aquel decide qué música programar, quien sin escrúpulos propaga las estéticas de “Se pone caliente cuando escucha este perrero y yo también me pongo caliente si la veo…”.

 

 Vociferan aquellos programadores, que si no le gusta, apague el radio,
pero sucede que los efectos de la masificación del mal gusto
se irradian por todos los lugares

 

Vociferan aquellos programadores, que si no le gusta, apague el radio, pero sucede que los efectos de la masificación del mal gusto se irradian por todos los lugares. Si va en la buseta, suena: “Baby yo tengo una zeta, condones en la gaveta, chavos con cojones en un par de caletas”. Pasa por la esquina de una tienda; se escucha: “Me tira video por snap, pidiéndome que la vaya a buscar, que con él siempre termina mal, y que conmigo termina mojá”. Entra uno a un establecimiento; el parlante retumba: “Los maleantes quieren krippy, krippy, krippy, krippy, to’a las babys quieren kush, kush, kuhs, kush, lo gánster quieres krippy, krippy, to’a las putas quieren kush”. Sale uno de allí, y pasa un adolescente cargando un parlante que suena: “Yo no soy Carlos Vives pero quiero que te montes en mi bicicleta, le damos la vuelta al planeta, dime en qué país quieres que te lo meta”.

No hay escapatoria. Toda esa coprofonía ha pagado para ser publicitada, con la terrible degradación de gustos y con programadores enriquecidos con dineros de dudosos orígenes. Si esas músicas promocionan el uso de drogas en sus letras y dramas de sus videoclips es deducible que se trata de una publicidad que respalda su  ilicitud. El delito de enriquecimiento ilícito nació de manera transitoria, en los años 90, cuando el poder del narcotráfico penetró todas las esferas sociales, incluyendo, claro, el mundo de la música, la farándula y el espectáculo.

Al buscar la palabra payola en el Webster’s New World Diccionary, su origen es el verbo pay, pagar. Aparece como un slang, modismo o expresión mimética. En pocas palabras se establece que es un acto sucio, un soborno un acto corrupto en el que se paga para que se promocione un tema musical en detrimento de otros. Pedir que se apaguen los radios, es reconocer su complicidad y el reconocimiento de su ilicitud.

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CODA: El Nenukito Surek, al frente de la alcaldía de Cartagena, está entre los cinco peores alcaldes del país. Sus dos períodos de encargo, han sido tan nefastos como los poemas que encontró en casa de su abuela. Como siempre, la ciudadanía sigue firme y mantiene la ciudad que la clase política, a la que pertenece el Nenukito, destruye y arrasa con celeridad. Las elecciones están cerca. Se espera un nuevo arrasador.

Publicada originalmente el 21 de febrero de 2018

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