El consumo de químicos que destruye a los estudiantes en los colegios

El consumo de químicos que destruye a los estudiantes en los colegios

El microtráfico: grave enfermedad que carcome silenciosamente a la sociedad colombiana

Por: Fredy Jimenez
agosto 21, 2015
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El consumo de químicos que destruye a los estudiantes en los colegios

La muerte de Santiago Isaac Sánchez Betancur, un niño de 14 años, y la intoxicación de 21 estudiantes del colegio Marco Fidel Suárez por el consumo de productos químicos con el fin de alterar sus sentidos y la percepción de la realidad, han desatado una intensa polémica a nivel nacional.

Los medios tradicionales de comunicación, como siempre, han salido a cazar culpables, a señalar y condenar orientando el debate de forma miope, evitando resaltar las causas estructurales que originan el hecho. La tormenta mediática se ha centrado en los profesores, la institución educativa, los padres de familia y por supuesto los estudiantes.

Desafortunadamente este hecho es el síntoma de una grave enfermedad que carcome silenciosamente a la sociedad colombiana.

Empecemos diciendo que la penetración del microtráfico en colegios y barriadas y el consumo de sustancias sicoactivas es un acontecimiento de dominio público desde hace mucho tiempo.

Las ollas, los “ajustes de cuentas”, los atracos, las pandillas y la venta de alucinógenos en los colegios hacen parte de la cotidianidad en los barrios de la ciudad capital. Y aunque han habido denuncias por parte de la comunidad y de algunas organizaciones, estas han sido de carácter marginal, pues ni en la agenda del Gobierno Nacional ni en la de los organismos de seguridad, ni en el accionar de las organizaciones sociales, ni en los colegios, ni para las comunidades, aparece este flagelo como un problema prioritario a atacar. Las bandas del microtráfico ejercen un control territorial innegable, generándose incluso pugnas entre estos pequeños carteles por el dominio de diferentes zonas de comercialización, ante la mirada cómplice de las autoridades policiales que saben en dónde están ubicadas las ollas, pero que de forma misteriosa pasan desapercibidas.

Los colombianos nos hemos acostumbrado a este paisaje sombrío, nos hemos acomodado a convivir con él, a aceptar su existencia renunciando cuestionar esta realidad y mucho menos plantear una transformación de la misma; el miedo ha inmovilizado a las comunidades que temen hablar, agruparse y actuar.

Sus consecuencias son diversas y nefastas; en primera medida, alimenta una nueva modalidad de esclavitud contemporánea de la que se benefician los dueños de las ollas y diferentes sectores de la economía, a los cuales la institucionalidad no persigue ni ilegaliza. Por poner un ejemplo, el negocio de autopartes: el adicto, mediante el atraco, despoja de retrovisores, limpia brisas, repuestos, etc. a los automotores, para venderlos en reconocidas zonas de la ciudad a cambio de irrisorias sumas de dinero que permitan satisfacer su necesidad de consumo de drogas. Esta práctica ha enriquecido comerciantes y enlutado familias. Por otra parte, el robo de celulares es otro ejemplo de manipulación que ha generado jugosas ganancias a las empresas de telefonía celular. Por medio del atraco las empresas lograron expandir el número de usuarios generando “acceso” a equipos de bajo costo, y mayor número de líneas telefónicas, incrementando el consumo de minutos a celular. Hasta el momento el Gobierno Nacional no ha obligado a estas empresas a generar un mecanismo eficiente que inactive los celulares hurtados, ni ha generado controles reales al mercado ilegal de autopartes.

Respecto a las ollas, la creación de nuevos adictos es un negocio sumamente rentable, pues a través de ellos captan recursos y los utilizan para encargos relacionados con el sicariato y el hurto en diferentes escalas. En otras palabras constituyen un ejército privado, enajenado y dispuesto a todo a cambio de unas “bichas”, lo cual constituye a estas organizaciones en auténticas oficinas del crimen, que a su vez son utilizadas para ejercer control social en los territorios, pues dentro de sus “encargos” ha estado la persecución y el desplazamiento de las organizaciones sociales en las localidades.

Las cifras son alarmantes, pues de acuerdo con la Secretaria de Integración Social del distrito, el número de habitantes de calle deambulando por Bogotá oscilan entre los 9.000 y 12.000 seres humanos en estado de indefensión, con altos niveles de adicción. Toda una tragedia humanitaria, sobre la cual la indiferencia y la obsesiva estética han ganado el pulso. La flagrante deshumanización de los colombianos como otro síntoma de nuestra enferma sociedad.

Ahora bien, toda la atención y los reproches del escándalo de moda giran en torno a la institución educativa y sus integrantes, sobre los cuales podría señalarse su compromiso, si el caso es observado de forma superficial y apresurada, es decir de la forma en la que RCN y Caracol han abordado el suceso. Es importante señalar que esta tragedia también logra visibilizar grandes deficiencias del sistema educativo y su progresiva desfinanciación. Por ejemplo, resulta llamativo que este colegio, como la mayoría del distrito, no cuente con un profesional de la salud de planta, algo inadmisible, teniendo en cuenta que estas instituciones educativas pueden llegar a albergar entre 900 y 1300 personas por jornada. De hecho, algunos profesores denuncian que la forma en la que se ha intentado suplir esta falencia es con cursos de primeros auxilios a los docentes, recargando una responsabilidad adicional al que hacer educativo. Por otra parte la falta de contratación de personal docente en las instituciones de educación, hace difícil, por no decir imposible, la atención oportuna de estos casos, teniendo en cuenta que un solo profesor debe atender dos, tres y hasta cuatro cursos con aproximadamente cuarenta estudiantes cada uno, son cuarenta realidades distintas por salón, a las que se les exige atención por un solo profesional.

Sumado a ello encontramos que, aunque el docente denuncie y alerte a las autoridades competentes, siguiendo el conducto regular a través del coordinador (otro sacrificado en esta cacería de brujas), la indiferencia y la incompetencia de las instituciones es rampante, caso ICBF y Policía Nacional, siendo más indignante aún que después de la tragedia ocurrida, hoy esas mismas instituciones salgan ante los medios de comunicación a rasgarse las vestiduras y a hacer puestas en escena con trompetas y policías disfrazados para mostrar que hasta ahora se acordaron de que a los niños hay que protegerlos.

Otra cuestión que resulta altamente preocupante es la estigmatización de la que han sido objeto los menores de edad, promoviendo ante la opinión publica la tesis de que los adolescentes son delincuentes potenciales, elementos peligrosos de la sociedad y, por tanto, deben ser vigilados con suspicacia. Si los jóvenes son el futuro del país, y se considera que ser joven es sinónimo de delito, lo único que puede esperar esta sociedad para el futuro es una generación de delincuentes inculcados por el estado. La niñez requiere protección y acceso a derechos, no represión.

Los colegios no son institutos penitenciarios a los que se envían a los jóvenes para castigar conductas y los profesores no son guardianes del INPEC, encargados de vigilar y castigar al recluso. Esta visión cargada de violencia termina modelando la infraestructura física de las instituciones educativas, con grandes murallas de concreto, rejas y alambre de púas, que eviten la fuga de la “maldad”. Bajo esta perspectiva el país podría caer en el absurdo de exigir profesores especializados en medicina, con énfasis en inteligencia militar, técnicas de interrogación con dotación de armas para que hagan frente al micro-tráfico, y si les queda tiempo enseñen alguna que otra cosita.

Los colegios deben ser espacios en los que la gente logre enamorarse del saber y para ello se necesita que la sociedad entienda la importancia del conocimiento y de la niñez; es la sociedad la que debe exigirle al Gobierno más profesores mejor pagos, mejores instalaciones, mas psicólogos y profesionales de la salud en las instituciones educativas; debería rechazar la conducta de los cuerpos de seguridad que solo se acuerdan de los colegios como fuente de reclutamiento para la guerra, además de exigir salarios dignos y horarios laborales que permitan a los trabajadores ejercer su labor como madres y padres de familia. La solución no es más policías por cuadrante, la solución es más pueblo en las calles.

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