El combate en el que cayó Camilo Torres hace 50 años

El combate en el que cayó Camilo Torres hace 50 años

El general Álvaro Valencia Tovar relata de primera mano la operación militar en Patio Cemento, Santander, que él mismo dirigió como comandante de la 5ta brigada

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febrero 14, 2016
El combate en el que cayó Camilo Torres hace 50 años

Camino al monte

Camilo Torres Restrepo, capellán de la Universidad Nacional de Bogotá, había tenido gran acogida en la alta sociedad capitalina a la que pertenecía su familia. Su padre Calixto Torres Umaña, un connotado médico y profesor universitario, había atendido a mi familia durante mi niñez. Una vez, por cierto, llegó a nuestra casa como se estilaba en la época, llamado de urgencias para atender una fiebre altísima que me aquejaba por una tifoidea. Ordenó de inmediato que se preparara una gran tinaja de agua fría y se echara allí al muchachito al borde de la carbonización. Ese expediente, inimaginable para una persona en estado febril, salvó mi vida. La misma vida que años después se cruzaría con la de su hijo menor, por extrañas circunstancias del destino.

Quizá los estudios de sociología en la Universidad de Lovaina sembraron en el joven sacerdote cimientos de inconformidad con nuestra democracia clasista e imperfecta, que luego se radicalizaron. Lo cierto es que sus convicciones entraron en conflicto con la jerarquía eclesiástica, hasta desembocar en su reducción al estado laico. Los medios de comunicación se encargaron de agigantar el episodio y Camilo se lanzó abiertamente por los caminos de la revolución.

Nuestras relaciones interfamiliares nos había llevado a la amistad, cuando monseñor Correa, el vicerrector del Seminario fue nombrado capellán del batallón con el fin de darles instrucción sobre ética y moral a los soldados bachilleres, y el seminarista de último año de teología llegó al batallón junto con otros auxiliares de monseñor. Allí nos reconocimos con Camilo, fue el comienzo de una cordial amistad, que se consolidó cuando él entró en conflicto con la rectoría de la Universidad Nacional, con ocasión de una huelga estudiantil que él mismo había promovido, y de los sonoros debates en el Senado de la República, en los que tuve que involucrarme, a raíz de la publicación del libro La violencia en Colombia.

Camilo me llamó por teléfono desde la universidad para expresarme su respaldo, asimilando nuestras circunstancias: ambos estábamos siendo atacados por razones de política sectaria. Luego, cuando fue trasladado de la universidad a la decanatura de asuntos sociales, de la Escuela Superior de Administración Pública (Esap), me invitó a enviar oficiales como asistentes. Yo desempeñaba la jefatura del departamento E-3 del estado mayor del Ejército, responsable de las áreas de planes, operaciones e instrucción, de modo que ordené se designara un capitán por cada brigada para asistir a los cursos. Esta circunstancia nos acercó aún más. Dicté conferencias a los cursos bajo su dirección, y en su oficina o en la mía charlábamos largamente e intercambiamos inquietudes sobre la problemática social del país.

El 24 de junio de 1965, Camilo le solicitó al cardenal Luis Concha Córdoba su reducción al estado laico, y ella le fue concedida con inusitada rapidez, por esa misma fecha, el ministro de Guerra me comunicó mi nombramiento en la Quinta Brigada con sede en Bucaramanga. El 3 de agosto Camilo regresó de Lima, adonde había viajado a dictar unas conferencias por invitación de la Universidad de San Marcos. Recibido por una nutrida manifestación a su venida, su discurso tuvo claras connotaciones revolucionarias, sin mención alguna a la insurgencia armada que se desarrollaba en el país.

El 7 de enero de 1966, primer aniversario de la toma de Simacota por el ELN, apareció un volante con una proclama de Camilo Torres Restrepo. En el volante había una fotografía que presentaba al sacerdote en atuendo guerrillero, un fusil en las manos acompañado por (los comandantes) Fabio Vásquez Castaño y Víctor Medina. Abajo decía: “Todo revolucionario debe reconocer la vía armada como la única que queda. Yo me he incorporado a la lucha armada. Desde las montañas de Colombia pienso seguir la lucha con las armas en la mano, hasta conseguir el poder para el pueblo. Me he incorporado al Ejército de Liberación Nacional, porque en él he encontrado los mismos ideales del Frente Unido… ¡Hasta la muerte! ¡Ni un paso atrás! ¡Liberación o muerte!

El combate y muerte de Camilo Torres

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El día 12 de febrero, el comando del batallón emitió la orden de operaciones 6/66 y estableció patrullajes de reconocimiento y control de área. Correspondió a la Batería 120 destacar una patrulla con recorrido predeterminado que operaría bajo mando de un teniente durante cuatro días al sur del caserío de El Carmen, en el corregimiento de San Vicente del Chucurí.

La misión terminaría el 15 en la noche, el teniente recibió reiteradas instrucciones para mantener las precauciones de seguridad decenas de veces practicadas en el entrenamiento. La reiteración se hizo más insistente el propio día 15, por cuanto existía el riesgo de que la patrulla fuese observada y de que se encontrara con una sorpresa en su regreso a la base. Al acercarse desde la zona descubierta al borde selvático, que cubre por ambos flancos la trocha paralela a la quebrada Cascajales, el oficial dispuso que la escuadra duplicara las distancias entre los hombre que avanzaban en hilera.

En el avance había observado una plataforma de cemento de cuatro por tres metros, aproximadamente, que parecía un secadero de café, y sobre la cual había habido quizá una casa campesina. Este sitio anónimo alcanzaría inusitado renombre.

Tal como lo temiera el capitán comandante de la Batería 120, la patrulla había sido observada, Fabio Vásquez, adivinando su recorrido, movió 35 de sus hombres y preparó la emboscada en una trocha aprisionada entre el bosque denso que bordea el talud en descenso hacía el río Sucio, o quebrada Sucia. Los abrigos de tirador, separados entre sí por distancias de 3 a 5 metros, se enlazaron por un cordel de bejucos aunados, cuya punta llegaba al sector selvático y el cierre al extremo opuesto, ocupado por Fabio y Camilo Torres. Cuando el primer soldado apareció a la vista del jefe guerrillero, él halaría el cordel, que era la señal para abrir el fuego, presumiendo que el total de la patrulla militar se hallaría dentro del bosque. La presunción era correcta, y el plan habría funcionado de no ser por la amplitud de las distancias que el teniente había puesto entre sus hombre precisamente para evitar el riesgo de caer en una trampa con todos sus hombres.

Al aparecer la cabeza de la columna, Fabio Vásquez haló del bejuco y el fuego sacudió la cadena de los 35 hombres desde sus posiciones. El teniente, herido de gravedad, quedó fuera de combate, al igual que su radio operador. El sargento reemplazante recibió un impacto, en el brazo izquierdo, pero alcanzó a cubrirse detrás de un árbol corpulento. Cuatro soldados cayeron bajo el fuego, pero entonces, cuando los guerrilleros comenzaron a saltar de sus guaridas, un militar robusto mestizo de Montería, batió con su fusil ametralladora a toda la línea enemiga.

El asalto sobre los caídos se contuvo con el fuego del fusil ametralladora. Del cierre de la emboscada emergieron dos individuos de elevada estatura y barba crecida que se lanzaron sobre los cuerpos yacentes. El sargento herido, sosteniendo aún la carabina M-1 de repetición automática, disparó con la mano derecha una ráfaga sobre los dos hombres. Uno de ellos cayó a tierra. El otro regresó ágilmente por donde había aparecido. El sombrero de ala ancha cayó al suelo perforado por una bala de la carabina del sargento reemplazante, pero su dueño, de larga cabellera, se perdió en la selva. Al escuchar el estruendo del combate, las dos escuadras maniobraron por entre el bosque, arriba de la trocha y cayeron sobre la espalda de la guerrilla. Esta, al verse batida entre dos fuegos envolventes, emprendió la fuga en completo desorden y se perdió en la maraña.

El sargento reemplazante tomó el mando después de cerciorarse de que el individuo alto y barbudo, que portaba el brazalete y la boina característicos del ELN, había muerto. Otros cuatro guerrilleros habían caído en las inmediaciones, y en un posterior registro del área periférica apareció otro cadáver.

Armas, equipos y municiones desperdigados por doquier, materializaban el pánico que sobrecogió a los asaltantes cuando se les desvaneció entre las manos la que creyeron una fácil victoria. Entre la miscelánea de material recuperado se halló un fusil M-1 norteamericano, que luego se identificaría por su número como un de los arrebatados al Batallón Galán en Simacota. La Batería 120, en una de sus fracciones, había cumplido valerosamente su compromiso de honor. Lo que ninguno de los integrantes de la patrulla pudo imaginar, presa de los encontrados sentimientos de haber ganado el combate a costa de las vidas y de las graves heridas de su comandante y camaradas, fue que allí, en inmediaciones de la plataforma o patio de cemento, había perecido el sacerdote que soñara con la revolución y con la gloria mesiánica de redimir a su pueblo.

Las primeras noticias recibidas en el comando de la brigada fueron confusas, fragmentarias. Reportaban el combate sin mayores detalles. Logré hacer contacto radial con el sargento comandante encargado de la patrulla, que conducía su fracción hacia El Carmen transportando los muertos, los heridos y el material incautado. Su versión del combate fue breve. La descripción que hizo del hombre que él presumía comandante y que había sido abatido por el fuego de su carabina, no permitía establecer su identidad. Interrogué al sargento sobre algunos pormenores. ¿Lo habían registrado? Sí, y habían encontrado en sus bolsillos “unas cartas en otros idiomas”. De inmediato me asaltó el presentimiento. ¿Quién si no Camilo Torres, podía llevar ese tipo de comunicaciones? La ansiedad comenzó a penetrar mi ánimo.

– ¿Tenía una pipa de fumar? –le pregunté.

–Sí, mi coronel. Con picadura para cargarla –me contestó.

– ¿Tenía la pipa un anillito de plata en el conducto de humo? –pregunté en seguida.

–Un momento, mi coronel, me cercioro. Sí, mi coronel, hacia la mitad de la empuñadura…

Era la pipa que fumaba lentamente Camilo en nuestras charlas en la Esap. Se me había grabado en la memoria tan nítidamente como su rostro, sus ademanes, su figura atractiva en la negra sotana sacerdotal. A partir de ese instante no tuve dudas. Camilo, mi interlocutor y amigo de tantos años, había caído en el primer combate de su absurdo itinerario en la guerrilla.

El 16 en la tarde mejoró el estado del tiempo. Volé hacia el puesto de mando de la batería en El Carmen. La patrulla aún no había regresado, pero por radio le indiqué que sacara los cadáveres hasta un lugar accesible a píe, porque el helicóptero finalizaba las horas de luz para hacer el vuelo de ida y regreso. Siguiendo el itinerario de la patrulla trazado en el mapa de operaciones, me trasladé a píe. En la estancia desolada de una casita campesina vacía, se hallaban los cuerpos exánimes sobre los camastros de madera rolliza atados con bejuco. Los tubos ahumados de unas lámparas de petróleo pugnaban por rasgar la penumbra. La barba crecida, la cabellera larga en desorden, el cuerpo delgado con manchas rojizas y sepias de las picaduras de insectos, no podía ocultar la realidad, pese al mandato interior que pugnaba porque esto fuera apenas una pesadilla. La yerta verdad estaba allí, en el amplio tórax donde dos pequeños orificios causados por las balas, parecían cráteres diminutos por donde hubiera escapado el volcán de la vida.

Editado por Las2Orillas.
*Texto original:
Hablan los generales: las grandes batallas del conflicto colombiano contadas por sus protagonistas.
Martínez Osorio, Glenda (compiladora), Editorial Norma. 2006.

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