La cercanía que los ciudadanos mantienen con los representantes de las corporaciones públicas, elegidos a través del voto popular, hoy día no debería ser motivo de orgullo. Por el contrario, debería ser una vergüenza codearse con quienes utilizan falsas promesas para hacerse elegir y luego vivir a costa de los demás.
En la época preelectoral somos testigos de la búsqueda y entrega de avales de los diferentes partidos y movimientos políticos, donde se despiertan toda clase de artimañas malignas para vengar las desobediencias de aquellos representantes que no obedecieron a las ideologías de sus partidos, sino a la voluntad corrupta de quienes son los dueños de la colectividad. Por ello, se puede asegurar que todas las desgracias en Colombia son culpa de sus políticos.
La nauseabunda política colombiana se ha aliado con los peores males existentes en el mundo: narcotráfico, grupos criminales y corrupción, sin dejar de mencionar los abultados salarios que reciben quienes elegimos para trabajar en pro del desarrollo del país.
Sin distinción política o ideológica alguna, aquí a nadie le interesa resolver los problemas que lastiman a la nación. Lo único que importa es llegar al poder y abusar de él, en la búsqueda de saciar sus bajas pasiones y la arrogancia de quienes se creen intocables e influyentes por el simple hecho de ser políticos colombianos.
Aprovecharse de las reglas que establece la democracia, a través de los mecanismos de participación ciudadana de elegir y ser elegido, se ha convertido en el recurso de los avivatos. Sin tener las capacidades ni cualidades que distinguen a un verdadero líder, lo único que importa son los fajos de dinero que invierten narcotraficantes, clanes corruptos enquistados en las regiones y grupos criminales que buscan minar y establecer la gobernanza, como ha ocurrido a lo largo de la historia en nuestro país.
Las desgracias en Colombia no son culpa de la violencia callejera, del crimen organizado ni del narcotráfico. Los verdaderos males residen en el alma de los políticos, quienes permiten la existencia de todas estas desgracias y luego las convierten en combustible para que prevalezcan las atrocidades, haciendo de ellas su mejor capital político.
Todos se comprometen en campaña a acabar con la violencia, el desempleo y la pobreza. Sin embargo, jamás se han interesado en que estos males desaparezcan de la lastimada sociedad. Si ocurriera, nadie prestaría atención a la mediocridad de nuestros representantes. El país necesita verdaderos hombres y mujeres comprometidos con sus regiones, no interesados en los altos salarios ni en los contratos públicos que, en apenas cuatro años, los convierten en millonarios sin esfuerzo alguno.
La política resulta tan atractiva que ha llamado la atención de influencers, actores de cine para adultos, profesionales, empresarios de todo tipo y, desde luego, narcotraficantes que buscan blanquear sus dineros ilícitos. Ninguno de ellos conoce la dinámica política ni los problemas estructurales de las regiones.
Desafortunadamente, nuestra suerte está echada: en tiempos electorales encontramos a estos lagartos en las calles encharcadas, rebosantes de humildad fingida, buscando ganar popularidad y votos. Mientras tanto, en regiones como el Catatumbo, sur de Bolívar, Sierra Nevada, Cauca, Chocó y otras sacudidas por la violencia, sus habitantes lidian con la carnicería de los enfrentamientos entre grupos criminales. Y, al mismo tiempo, vemos a quienes pretenden conquistar el poder en plazas públicas, montados en flamantes camionetas, protegidos por hombres armados y descansando en hoteles cinco estrellas. Ellos son, sin duda, los verdaderos culpables de todas las desgracias en nuestro país.
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