El callar de un infectado

El callar de un infectado

"La culpa y la incertidumbre que sentí dejó una huella y una enseñanza: nunca subestimar un virus mortal"

Por: Javier Armando Castro Jiménez
octubre 23, 2020
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El callar de un infectado
Foto: Pixabay

Cuando escuché por primera vez la palabra COVID-19 tuve una sensación de ignorancia y asombro. Fue en una emisión de noticias, a eso de principios de marzo, era una nota sobre la pandemia empezando en China, algo tan increíble que nunca llegué a pensar que fuera a trastornarse en algo mundial y mucho menos a cambiar tanto mi vida.

El 6 de marzo, todos los medios de comunicación y las redes sociales tenían en sus titulares "Colombia confirma su primer caso de COVID-19’’. En ese momento, la angustia aumentó y proporcionalmente la gracia y los memes disminuyeron. Al pasar los días los casos fueron aumentando, así como la ocupación de camas en las UCI de los hospitales y clínicas. Además, se empezó a observar cómo las empresas, los colegios y las universidades iban cerrando.

El 25 de marzo se decretó el aislamiento preventivo obligatorio en Colombia, promoviendo el distanciamiento físico y social. Muchos se lo tomaron como vacaciones o como un descanso de la rutina, es más, hasta yo sentí una oportunidad para compartir con mi familia.

En mi familia, mis padres y mi hermana trabajan, yo trabajaba y estudiaba, así que para nosotros fue como un fin de semana eterno. Sentir esa compañía nos hacía falta, pero al pasar los días y ver cómo aumentaban los casos, los desempleos y las muertes en el país, empezamos a preocuparnos. Mi novia es enfermera de cuidados intensivos y lo que más me atormentaba era saber que pudiera llegar a contagiarse, pues es la más expuesta diariamente a la enfermedad.

Yo era locutor comercial en una cadena de almacenes en centros comerciales y, debido a que tuvieron que cerrar, un día recibí una llamada de mi jefe diciéndome que se me terminaba el contrato. No sabía qué hacer, estaba desesperado, porque tenía claro que encontrar empleo sería muy difícil.

Después de casi dos meses sin salir de casa, decidí verme con mi novia, fui a visitarla a su casa, pues vivía con un miedo constante de saber que podría llegar a enfermarse y tal vez no salvarse. Ella se negaba por miedo, quizá estar contagiada y ser asintomática. Además, sabía que mi familia y yo habíamos guardado cuarentena estricta durante este tiempo. Sin embargo, con ese temor y siguiendo estrictamente los protocolos de bioseguridad decidimos correr el riesgo, reencontrarnos y romper la distancia después de tanto tiempo.

En esos momentos recibí una buena noticia, había una vacante como community manager de una clínica estética y distribuidora de productos homeopáticos. Fui a la entrevista y al otro día empecé a laborar. Era un trabajo un poco duro, los horarios eran muy largos y el trato de mi superior, en este caso un médico (que es el dueño de la clínica), era difícil: tenía comportamientos inhumanos con sus subordinados.

Yo duré trabajando tres semanas y seguía resistiendo porque necesitaba el trabajo, pero un día me cansé y decidí renunciar al cumplir el mes, sin importar mi situación económica, pues estaba afectando mi salud mental y estaba exponiendo a mi familia viajando en TransMilenio a diario.

El día que renuncié era un sábado. Ese fin de semana decidimos con mi novia ir a visitar a mis abuelos a Madrid, Cundinamarca. Usamos tapabocas todo el tiempo y nos lavamos las manos constantemente, siguiendo los protocolos de autocuidado, todo esto con el fin de evitar enfermarlos, pues ellos por su avanzada edad y sus enfermedades ya no pueden valerse por sí mismos y por la pandemia era muy difícil que recibieran visitas. Así mismo, queríamos llevarles algo de comida y darles moral, más después de tantos meses encerrados solos.

Me reconfortó verlos y compartir con ellos. Se notó su satisfacción y el cambio en sus rostros al sentirse acompañados después de tantos meses, ya que antes de la cuarentena los visitábamos junto con mi familia por lo menos dos fines de semana al mes.

Una semana después empecé a tener tos y sentir mucha sed. Me asusté porque si llegaba a tener COVID-19 existía la posibilidad de haber contagiado a mis abuelos. Llamé a mi novia a preguntarle si tenía algún síntoma y me encontré con que ella estaba peor que yo: tenía fiebre y dificultad respiratoria.

Así que fue a la EPS y tras esperar seis horas le realizaron la prueba, de la cual tuvo respuesta quince días después. Así mismo, en donde trabaja también se la hicieron. No obstante, al pasar dos días sin síntomas nos llegamos a despreocupar un poco, sin descartar que estuviéramos enfermos. Entonces nos aislamos en su casa por quince días. En ese transcurso la llamaron de la clínica a confirmar que el resultado era positivo. En ese momento no sabíamos cómo sentirnos.

Empezó a pasar por mi mente todo el contacto que tuve con mi familia en días anteriores. Fueron tiempos de insomnio y angustia, pensando que tal vez por mi culpa podría haber enfermado a alguien. La mente es muy poderosa y diría que algo pesimista, y uno se llega a imaginar las peores cosas.

Llamaba a mis abuelos y mis papás a diario a preguntarles cómo estaban. Les decía que estaba quedándome donde mi novia porque ella estaba en "vacaciones" para no preocuparlos, pues ella me decía que es peor tener el pensamiento de angustia por tener una enfermedad mortal. En ese entonces, sin estar seguros de ser portadores del virus, sabíamos que nosotros dos estábamos contagiados, pero no teníamos la certeza de que nuestros demás familiares lo estuvieran, además de que estaban totalmente asintomáticos. Afortunadamente, los síntomas de nosotros fueron leves y duraron unos pocos días.

Al correr de los días, la clínica le ordenó un examen de anticuerpos a mi novia para verificar si había combatido el virus, este salió positivo, lo que nos tranquilizó un poco. Ella volvió a su trabajo y yo esperé casi un mes para volver a mi casa, pero estaba tan asustado de transmitirlo que sentía mucha ansiedad y era muy distante.

Cuando había pasado un mes de haber tenido el virus, decidí integrarme a mi familia de nuevo, pues nunca presentaron síntomas, sin descartar que hubieran estado infectados. No pude contarles nada... no quería que supieran que tal vez el virus del que vivían prevenidos convivió con nosotros.

Afortunadamente, mis abuelos y mis padres no presentaron síntomas, lo que me tranquilizó, pero la culpa y la incertidumbre que sentí dejó una huella y una enseñanza: nunca subestimar un virus mortal.

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