El bazar de los condenados y los huevos de serpiente de Zapateiro

El bazar de los condenados y los huevos de serpiente de Zapateiro

La masacre dejó un saldo de 8 personas inocentes muertas y 11 violaciones al derecho humanitario. Todo por impedir que crezcan los huevos de serpiente de Zapateiro

Por: Luis Alfredo Muñoz Wilches
mayo 09, 2022
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El bazar de los condenados y los huevos de serpiente de Zapateiro
Fotos: Wikimedia/Ejército

¡No me cubras los ojos para matarme!

¡Dispárame ahora mismo!

¡No me cubras los ojos!

¡Vivo con los ojos, con los ojos abiertos me muero.

Para mi, poema de Ko Un, 1933

Todo estaba dispuesto para que ese lunes 28 de marzo las fuerzas armadas coronaran con éxito un objetivo de “alto valor estratégico” de la operación denominada Mahlon 4. Desde hacia varios meses, los hombres de la inteligencia del Ejército y la Fuerza Naval del Sur habían tenido información de una reunión que tendría lugar en la vereda del Alto Remanso, donde acudirían Carlos Emilio Loaiza, alias ‘Bruno’, cabecilla del frente 48 que forma parte de las estructuras de la Segunda Marquetalía, bajo el mando de Gentil Duarte, y alias ‘Managua’, perteneciente al Comando de la Frontera (CDF), una cuadrilla ilegal dedicada al tráfico de coca que opera en la frontera entre Colombia y Perú, y las comunidades de indígenas, afrodescendientes y colonos cocaleros que habitan en esta inhóspita región de la pérdida geografía del sur del país.

Mientras tanto, en el Alto Remanso se vivía un intenso y alegre ajetreo. El gobernador del resguardo indígena Kiwcha, Pablo Panduro Coquinche, quien había tomado posesión de su cargo ante el alcalde de Puerto Leguízamo a comienzo de este año, venía trabajando acuciosamente desde hacia varias semanas en la preparación de una de las actividades que más le apasionaban: la preparación de un bazar que les proporcionaría los fondos necesarios para realizar las obras públicas que el Estado les ha negado y que ayudarían a mejorar el bienestar de su comunidad.

Incluso viajó varias veces a la cabecera municipal, distante cuatro horas en lancha, para solicitar el apoyo de la Organización Nacional de los Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana (OPIAC), de la asociación de Juntas de Acción Comunal de Puerto Leguízamo y de las autoridades municipales.

Se hizo acompañar también del presidente de la JAC del Alto Remanso, el joven líder social Divier Hernández. Pero, al igual que lo padecen la mayoría de los habitantes de estas inhóspitas regiones, fueron detenidos a la entrada al Puerto por los soldados de la Fuerza Naval del Sur para una requisa. Es muy frecuente que en estas requisas los visitantes reciban amenazas y maltratos por parte de los militares, para los cuales los campesinos, colonos e indígenas que habitan en estas apartadas regiones son solo peligrosos delincuentes.

Los bazares son una alegre fiesta comunitaria, muy utilizada por los colombianos de todos los estratos sociales para recolectar fondos que les permitan autogestionar obras de beneficio colectivo. Se sabe que esta extendida costumbre proviene de la influencia árabe, quienes la ha usado desde tiempos inmemoriales como un lugar de intercambios mercantiles. Sin embargo, en el país del sagrado corazón, los bazares son también un lugar de encuentro, de intercambio de favores, y de afirmación de los lazos sociales. De allí deriva su fuerza cultural y simbólica como un mecanismo de reconstrucción del resquebrajado tejido social.

La vereda Alto Remanso es una de esas regiones desconocidas y abandonas de la ‘Colombia profunda’, que hace parte del “país de las Amazonas”, a la cual solo se puede acceder navegando por el río Putumayo, aguas abajo, y luego cruzando sus anegadas vegas para alcanzar unas pequeñas colinas que reciben el nombre de “Altos del Remanso”. Allí tiene asiento uno de los pueblos indígenas Kichwa, perteneciente a la comunidad indígena Witoto, sobreviviente a la vorágine de las caucharías de finales del siglo XIX que han tenido que soportar toda la historia de violencia, esclavitud y colonialismo asociada a las actividades extractivas y, recientemente, a los cultivos de coca.

El boom de la coca, a finales del siglo pasado, atrajo varias oleadas de colonos, campesinos y comunidades afrodescendientes, provenientes de diversas regiones, especialmente, del piedemonte llanero y de los departamentos del Tolima, Huila y Nariño, que llegaron hasta estas tierras en busca de tierra, paz y pan. No obstante, se encontraron con una agresiva expansión de la frontera agrícola, auspiciada por las mismas políticas públicas agrarias que aumentaron la presión sobre el bosque amazónico, la deforestación y el cambio de los usos del suelo.

En estas circunstancias, la llegada del cultivo de la hoja coca procedente del Perú, hacia mediados de los años 80 del siglo pasado, se convirtió rápidamente en su principal fuente de ingresos.

Ante esta nueva realidad, la presión del gobierno norteamericano por detener la expansión del cultivo de la coca llevó a los debilitados gobiernos colombianos a poner en marcha las políticas punitivas de lucha contra el narcotráfico, que tenían dos sustentos fundamentales: la militarización de la frontera y la fumigación de los cultivos.

Estas políticas colocaron a las fuerzas militares en el papel de fuerzas represivas, enemigas de la población. Lo cual condujo un estallido social hacia comienzos de los años 90, conocido como las “marchas cocaleras”, que abogaba por una política de desarrollo alternativo y de sustitución de cultivos. Fue así como se pusieron en marcha los primeros planes de Rehabilitación (90) y de Desarrollo Alternativo (PDA), que ayudaron a estabilizar los asentamientos rurales y a proveer las precarias infraestructuras que el país conoció con motivo del asalto militar al centro poblado del Alto Remanso.

A esta explosiva mezcla de coca, deforestación y extracción de los recursos naturales (madera y pieles), se le sumó la aparición (1970-1981) del primer boom petrolero, que transformó la estructura productiva del Putumayo, desestimulando la producción agrícola e industrial, haciéndolo altamente dependiente de las rentas petroleras. Adicionalmente, el boom petrolero y la coca trajeron consigo nuevas migraciones, el aumento del costo de vida, el deterioro de los ecosistemas estratégicos y el incremento de los conflictos por la puga distributiva de las rentas que tiene como protagonistas a los grupos armados ilegales, a las fuerzas militares y a las élites regionales y nacionales.

En este cuadro de violencia, narcotráfico y corrupción, las comunidades indígenas, afrodescendientes y colonos constituyen el eslabón más débil que, como el cangrejo, quedan atrapados entre las olas y la roca. Por un lado, los cultivos ilegalizados de coca y marihuana les ofrece la fuente de recursos que ningún otro producto agrícola les proporciona. Por otro lado, los efectos de la llamada “enfermedad holandesa” que conllevan la distorsión de precios y la volatilidad de los ingresos, la extorsión de los grupos armados ilegales y la estigmatización por parte de las fuerzas militares, que los tildan de narcotraficantes y terroristas.

La guerra contra los cultivos de uso ilícito pregonada por los EE. UU., a la cual los sucesivos gobiernos de Colombia han tenido que adherirse, también han impactado negativamente las fuerzas militares. A partir de la puesta en marcha del “Plan Colombia”, las políticas de seguridad pusieron a los militares en la primera línea del combate contra el narcotráfico y, especialmente, la sustitución forzada de los cultivos de coca y marihuana, ahondando la brecha entre las comunidades rurales asentadas en estos territorios y los militares.

La doctrina militar de seguridad nacional, que tenia como foco principal la contención del comunismo internacional hasta la caída del muro de Berlín, viro hacia la lucha contra el “enemigo interno”. Enemigo, con quien la fuerza pública sostiene una dura confrontación por el control territorial en varias regiones del país, que tuvo un punto de inflexión en la zona de distensión del Caguán. Allí el gobierno de Andrés Pastrana, que había llegado a la presidencia portando un reloj, regalo del Manuel Marulanda Vélez, jefe de las Farc, claudicó la soberanía del Estado, entregándoles una franja de 40 mil km para que, la más poderosa guerrilla del país se reagrupará e inclinará la balanza estratégica a favor de una guerra de posiciones.

En estas circunstancias, se abrió paso el escenario que el ejercicio prospectivo de Destino Colombia, (Quirama, 1997), denominó “Todos a marchar” en el cual un gobierno autoritario, buscaría recuperar la seguridad y el control territorial, imponiendo todo tipo de recortes a las garantías ciudadanas y a los derechos fundamentales.

Este escenario se hizo realidad en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, quien a través de sus políticas de “Seguridad Democrática” logro generar una sensación de seguridad y confianza, para expandir la esfera de influencia de las fuerzas militares, fortaleciendo sus operaciones y levantando los controles y restricciones legales para que los militares actuaran a sus anchas. En lo que el país conoció como el “embrujo autoritario”.

Durante los 8 años que duró el gobierno de Álvaro Uribe, se puso en marcha un proceso de fortalecimiento de las instituciones militares y un cambio en la doctrina militar, según la cual los resultados operativos de la lucha antisubversiva se median en bajas de guerrilleros y de civiles sospechosos de ser sus auxiliadores. Como quedo demostrado en las recientes confesiones de oficiales y miembros del Ejercito ante la JEP, tras la expedición de la directiva ministerial 029 del 2005, denominada “la directiva de la muerte”, la presión de los generales por la obtención de resultados condujo a cometer 6.402 ejecuciones extrajudiciales, conocidas como “falsos positivos”. El general Montoya, comandante del ejercito en el primer mandato de Uribe Vélez, expreso que lo él quería ver eran “litros de sangre”.

Adicionalmente, el gobierno de Álvaro Uribe puso en marcha una campaña para desprestigiar a los jueces, perseguir a los opositores políticos y convertir en “enemigos” de las fuerzas militares a todos aquellos ciudadanos que se opusieran o denunciaran las arbitrariedades de la fuerza publica. Situaciones que fueron denunciadas por las organizaciones internacionales defensoras de los derechos humanos (DDHH) y por la comunidad de Naciones Unidas que condenó a Colombia por la violación de los DDHH.

Durante los dos mandatos siguientes del presidente Juan Manuel Santos (2010-2018), con motivo de las negociaciones de paz, este ambiente de abusos y arbitrariedades de la fuerza pública se redujo y se puso en marcha un proceso de formación y concientización en el respecto a los DDHH, el control civil a las operaciones militares y de aplicación del DIH en el conflicto interno.

No obstante, el gobierno se negó a colocar el tema de la reforma a las FFMM dentro de la agenda de negociaciones y la presencia del General (r) Jorge Mora Rangel en el equipo negociador de La Habana, se constituyó en la mejor garantía para no cruzar estás líneas rojas de la teoría de la seguridad nacional.

Sin embargo, estos avances en la doctrina y las operaciones militares se reversaron con la llegada del gobierno de Duque (2018-2022), quien con sus políticas de Seguridad con Legalidad, volvió trizas la paz y reeditó la doctrina del Estatuto de Seguridad del presidente Turbay Ayala, según la cual: para evitar las dilaciones de la justicia ordinaria, es necesario convertir el indicio en prueba suficiente para condenar a un sindicado, “es preferible condenar a un inocente que absolver a un culpable”

Por estas razones en el reciente operativo militar del Alto Remanso, que dejó como saldo la muerte de 8 civiles inocentes y 3 presuntos miembros de las disidencias, la fuerza pública actuó como una “fuerza letal que entra a matar”, tal como acostumbra a expresarlo una de las más conspicuas representantes del uribismo, la senadora María Fernanda Cabal.

De acuerdo con las investigaciones de los periodistas independientes que reconstruyeron los hechos criminales de la masacre del Alto Remanso, y que fueron denunciadas por la bancada de oposición en el Congreso, en el operativo conjunto del ejercito, la armada y la fuerza aérea que operan en el Putumayo, se configuraron por lo menos 11 violaciones fragrantes al DIH y a los manuales operativos de la fuerza pública:

  • La no aplicación del principio de “distinción” que obliga a las fuerzas armadas a distinguir entre combatientes y población civil, al momento de ejecutar un operativo que busque objetivos militares legítimos;
  • La violación a los principios de “precaución” y “proporcionalidad” establecidos por la DIH, que establece la prohibición de lanzar ataques indiscriminados cuando existe el riesgo o la duda razonable de causar daño a la población civil ajena al conflicto. El ataque a la población del Alto Remanso se produjo el último día del bazar, cuando los cabecillas ,“Bruno” del Frente 48 y ‘Managua’ del CDF, habían abandonado el lugar,
  • El uso indebido de uniformes (los asaltantes vestían ropa y gorras negras), disfraces (llevaban brazaletes amarrillos y algunos iban con la cara cubierta), y se identificaron como guerrilleros del “Frente Carolina Ramírez”; con lo cual simularon que se trataba de una “toma guerrillera”,
  • Durante el operativo, que se produjo en las primeras horas de la mañana del lunes 28 de marzo, los pobladores (hombres y mujeres, con sus niños) fueron retenidos y obligados a permanecer sentados en la cancha de microfútbol hasta el final de la tarde, sin suministrarles ningún tipo de alimentación o bebidas, incluso se les restringió la posibilidad de ir al baño,
  • Las fuerzas militares alteraron la escena de los hechos y manipularon los cuerpos, sin la presencia de la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo o del grupo de expertos del CTI, que llegaron al lugar dos días después,
  • Se violaron de los protocolos humanitarios, en relación con la protección y el respeto a la población civil ajena al conflicto armado,
  • La fuerza pública tampoco le presto ningún tipo de ayuda a los heridos en el lugar de los hechos y, por el contrario, impidió que la misma población pudiera auxiliarlos;
  • Las contradicciones entre lo reportado por las fuerzas militares como incautaciones (de dinero, armas y municiones) y los testimonios recogidos por los periodistas investigadores que coincidieron en denunciar que los soldados saquearon de la tienda comunitaria, y se llevaron los 11 millones de pesos del producido de las ventas del bazar, lo mismo que los celulares de las víctimas y más de 100 botellas de Buchanans que quedaban en la bodega. En una denuncia interpuesta por el abogado de las víctimas, se afirma que los militares se habrían llevado más de 200 millones de pesos de las personas que estaban en el bazar,
  • La presentación de varios heridos de la población civil como insurgentes capturados en combate,
  • El asesinato de una mujer embarazada, Ana María Sarrias, esposa del presidente de la JAC, quien permanecería una hora y media desangrándose, a la espera de los primeros auxilios que el Ejército nunca le proporcionó,
  • Las amenazas reiteradas de los miembros del ejercito a los líderes y las comunidades del Alto Remanso, como represalia a las denuncias sobre los hechos que son materia de investigación.

No obstante, el comandante del Ejército continuó insistiendo que la operación del Alto Remanso se planificó con todas las normas y se ejecuto sin ninguna violación del DIH y que todas las personas que murieron en el asalto eran guerrilleros, en contraposición al cumulo de evidencias y declaraciones que demuestran lo contario.

Incluso en un alarde de cinismo, el general Zapateiro digo “el bazar que se realizada allí no era una ninguna fiesta comunitaria, sino una reunión cocalera donde se estaba negociando pasta de coca”. Y afirmó: “(…) no es la primera vez en que en una operación militar caen mujeres embarazadas o menores de edad, son combatientes que hacen parte de una estructura criminal y como tales se enfrentan a la fuerza letal del ejercito

Declaraciones que recibieron un amplio respaldo, primero, por parte del Ministro de Defensa, Diego Molano, quién declaró que la “operación fue legitima para defender al Putumayo y a los colombianos, de la mayor amenaza para el futuro de Colombia que es el narcotráfico y los grupos armados organizados que se nutren del narcotráfico”.

También el presidente Duque salió en defensa de la operación militar del Alto Putumayo y declaró que “(…) era una operación limpia que tenía toda la planificación, tenía información precisa de inteligencia sobre la presencia de cabecillas y miembros de células terroristas y narcotraficantes en el lugar que justificaban como se procedió

Demostrando con esto que los atropellos y arbitrariedades de las fuerzas militares contra la población civil, y los crimines de guerra, cuentan con el beneplácito de este gobierno.

Se trata, en fin de cuentas, de la agonía de un gobierno mediocre que ante el desprestigio y el fracaso de sus políticas de “seguridad con legalidad”, se comporta como una tiranía que prefiere sembrar los campos de Colombia con nuevos “falsos positivos”, antes que impedir que crezcan huevos de serpiente que el general Zapateiro ha dicho que dejó incubando en los cuarteles.

Adenda 1:

Ante la negativa a la preclusión y la ratificación de la imputación por los delitos de soborno a testigos y fraude procesal, que profirió la Juez 28 de Conocimiento de Bogotá, Carmen Helena Ortiz, el imputado expresidente Uribe salió a decir que le habían “expropiado su reputación”. Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario: ¡su reputación de expropiador nadie se la quita¡

Adenda 2:

El Registrador Alexander Vega R que había sido aupado por una bandola de políticos corruptos para robarse las elecciones, se quedo con el pecado y sin el género.

Adenda 3:

En su último número, la revista Semana decidió servir de caja de resonancia del “ruido de sables”, confirmando su vocación cizañera y golpista.

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