#El arte de la conversación
Opinión

#El arte de la conversación

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septiembre 29, 2013
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No sé si entre ustedes sea tan frecuente como para mí encontrarse con anuncios sobre los peligros de las “ilusiones” sociales que produce Internet. De mi lado, vivo rodeada de alarmas: que la red no nos hace más sociables, que nos aísla. Que las comunidades virtuales son apenas un espejo del espacio real. Que los “jóvenes de hoy en día” no hablan, no comparten, no intercambian “en persona”: sus teléfonos celulares suplantan los encuentros cara a cara mediatizándolos a través de pantallas, aplicaciones y todo un código emocional que se expresa en dibujitos: “emoticones”. El último aviso sobre estos temas que llegó a mi correo hace unos días es un vídeo divertido en el que dos figurones de la cultura del entretenimiento (nada menos que Jimmy Fallon y Justin Timberlake) se burlan del “sobreuso” del símbolo numeral (#)—que, oh paradoja, en el español cotidiano de la red se llama hashtag—:un símbolo que sirve para resaltar un contenido o que opera indicando una suerte de ironía cuando se antepone a una frase, a la que a su vez se le antepone un contenido… (No voy a explicarlo, porque es una de esas cosas esencialmente simples al ocurrir, como caminar,  pero que al describirse se complican  hasta la parálisis. Les dejo a Justin Timberlake, en cambio, capaz de mostrar cómo funciona con toda elocuencia aquí).

Bueno, volviendo, tanto titilar en rojo con estas preocupaciones me hizo pensar si en verdad esa apelación a la “conversación” en el mundo real tiene algo que hacer aquí como contraveneno de la intoxicación virtual y de la soledad de las redes sociales. A mi me late que, en el fondo, no lo es tanto.

La conversación ha sido elogiada mil veces como un ejercicio placentero del intercambio. Ir en conjunto por los versos, con-versar, es lo que supone su belleza y su potencialidad. Esta interacción de la mente tiene toda clase de sofisticaciones y se puede, por ejemplo, ir hilando entre los versos, leer entre líneas (como lo hacen los psicoanalistas y los poetas) y formular algo per-verso, porque ese trueque supone también posibilidades macabras y fabulosas.

Pero, en el fondo, dos personas charlando plácidamente bajo la sombra de una mata de plátano, como lo harían Sócrates y  Fedro para hablar del amor,  o compartiendo un café, como lo hacemos muchos aún todos los días para intercambiar nuestras ilusiones y cansancios, posiblemente no están buscando “compartir” nada. Quizá lo que están buscando, más bien, es verificar sus percepciones del mundo, siempre solitarias, siempre herméticas, en el campo de prueba que les permite construir la conversación. Cuando se charla se inventa un laboratorio: ese lugar en el que uno intenta constatar que no está loco, que no está enteramente solo en su forma de comprender el universo, que hay otro ahí para restituir alguna verdad en la experiencia singular e intransmisible de ocupar la piel propia.

Internet no nos hace estar menos solos, pero la vida real tampoco. Cuando Dios le dio a Adán la vastedad de la creación recién nacida, supuso su eterno aislamiento. “No es bueno que el hombre esté solo”, pensó en su omnipotente sabiduría, y le permitió a Adán bautizar las cosas y le sacó una costilla para fundar con Eva el intento eterno del intercambio. Desde entonces entendernos ha sido el simulacro constante de eludir lo intransmisible de la experiencia. La conversación es nuestro consuelo. Un consuelo de tontos, por supuesto, pero bello, porque nos llena el aire de numerales y de poesía.

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