El anhelo de volver a vivir

El anhelo de volver a vivir

"Ha pasado un año desde que el COVID-19 llegó a nuestras vidas y parece que no hay mejoría; pero, bueno, desde acá no se puede hacer nada, solo seguir encerrados"

Por: Jeferson David Castañeda Villamil
mayo 07, 2021
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El anhelo de volver a vivir
Foto: Pexels

Despertar, escuchar el intenso sonido de la alarma del celular, casi entre dormido deslizar el dedo para apagarla; despertarse casi a las 9:00 a.m. no debería suponer un esfuerzo, pero eso pasa cuando uno comienza a trasnochar. Vuelve a sonar la alarma, parece que ya no es tan fuerte como hace cinco minutos, pero sigue siendo molesta, poco a poco el cuerpo va reaccionando y se va liberando de la pesada carga del sueño.

Diez minutos para que inicie la clase, el tiempo justo para cepillarse los dientes y prender el computador, a lo lejos se escucha el discurso habitual de cada día “suben los casos de COVID-19 en el país”. ¿Cómo llegamos a esto? Ha pasado un año y parece que no hay mejoría, pero, bueno, desde acá no se puede hacer nada, solo seguir encerrados.

Nueve de la mañana en punto, inicia la clase. Se escucha al profesor saludar a todos, luego un silencio que ya ni siquiera es incómodo como al principio; no vemos a nuestros compañeros, solo un par de letras o una fotografía de ellos tomada seguramente en uno de esos largos días en los que no se puede salir a la calle.

Algunos escriben en el chat, otros intervienen a veces utilizando el micrófono. Lo cierto es que los esfuerzos por hacer una clase virtual amena siempre son en vano cuando todos estábamos acostumbrados a asistir presencialmente en un salón de clases, frente al profesor; haciendo preguntas y debates, era un lugar donde todos íbamos dispuestos a tomar una clase. Los espacios académicos son irremplazables, en la casa el ambiente es diferente, nuestro cerebro no se concentra de igual forma y busca cosas en que distraerse.

Mientras la clase avanza, el hambre comienza a sentirse en el interior del cuerpo, una ventaja de estar tomando las clases desde la casa, se puede desayunar mientras el profesor explica. El tono de su voz se hace cada vez más monótono, tres o cuatro horas de esa forma son agotadoras, el cerebro termina peor de cansado que cuando se tenían las clases en la universidad. Al final lo que estamos viendo es a una persona sentada frente a un computador tratando de impartir conocimientos en 20 o 30 estudiantes que probablemente no estarán prestando atención; afuera se siguen muriendo cientos de personas, el encierro ya afecta la salud mental, para muchos la clase es lo de menos en estas circunstancias.

Es un ritmo que aburre, se convierte en una rutina que poco a poco va consumiendo todos los días, y la única emoción que se vive es cuando alguien hace alguna broma en la clase. Día tras día, levantarse tarde y tener una o dos largas clases, hacer los trabajos que falten y luego perder el tiempo en internet o viendo algo en alguna plataforma de streaming; a estas alturas ya todo aburre y la mente necesita nuevas formas de distraerse.

Acaba la clase, es hora de realizar trabajos, algunos en grupo, otros individuales. Los rayos del sol al medio día entran por la ventana e iluminan la habitación, parece un bello día para salir por ahí, pero no se puede. Después del desgaste que traen las clases de forma remota, no quedan ganas de hacer nada realmente, pero siete millones de pesos nos obligan a hacerlo, afortunados nosotros que pudimos pagar el semestre completo, o al menos una materia, muchos compañeros no lograron ni eso y la Universidad con sus descuentos mínimos, no ayuda en nada.

A veces solo queda la esperanza, la esperanza de que lentamente y algún día llegará la vacuna a nosotros; la esperanza de que nuestros abuelitos están siendo vacunados; la esperanza de que algún día la vida retomará su curso habitual y podremos salir a las calles sin tanto miedo; la esperanza de que nos podremos encontrar con nuestros amigos sin estar utilizando un tapabocas o sin haber preguntado previamente si tenían algún síntoma de COVID-19 por pequeño que pareciera; la esperanza de que no llegue una mutación incontrolable de virus; y la esperanza de que las personas puedan recuperar sus empleos.

Es desesperante, aburre, cansa. Se extrañan los cines, la emoción de una pantalla grande y el fuerte ruido; los conciertos, estar rodeado de miles de personas, todos escuchando a un cantante o banda; las fiestas, llenas de baile y diversión, donde parecía que el mundo se detenía y no había nada de que preocuparse; las reuniones con amigos, donde nos podíamos sentar a tomar una cerveza mientras se conversaba y se reía; y la universidad, los salones y los pasillos. Se extraña todo, se extraña vivir.

Al final del día solo queda recostarse, con los ojos cansados y el cuerpo dolorido de la mala postura que se tiene durante las clases frente al computador. Perder el tiempo mirando cualquier cosa en redes sociales o una película repetida que encontramos por ahí, y así hasta que vemos en el reloj del celular que se marcan las 2:00 o 3:00 a.m., y se sabe que ya es hora de dormir para despertar 6 horas después y repetir un nuevo día, exactamente igual al anterior.

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