El Andrés Felipe Arias que conozco

El Andrés Felipe Arias que conozco

Soporta el confinamiento en una minúscula celda, heladas temperaturas, poca alimentación, nostalgia y el sentimiento de que contra él se ha perpetrado una injusticia

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junio 17, 2019
El Andrés Felipe Arias que conozco

 

La primera vez que vi a Andrés Felipe Arias, llevaba una lonchera de Mickey Mouse en la mano, un pequeño morral en la espalda. En medio de las emociones del primer día de colegio, ese niño rubio, de mirada segura, se distinguía de la mayoría porque no lloraba, no se pegaba a las piernas de sus padres. Esperaba una instrucción que pusiera fin al pandemonio de madres que abrazaban a sus hijos, de niños que no querían dejarlas marchar y profesoras que se movían afanosas entre los grupos.

A partir de ese momento, Arias, como lo hemos llamado siempre, se convirtió en una presencia constante debido a la amistad que entabló con mi hijo y un grupo de amigos que desde aquellos lejanos días siguen unidos a través de la distancia, de las alegrías y las pruebas. Todos ellos ciudadanos sin influencias políticas, sin fortuna, sin prestigio social, pero que saben querer y ser solidarios con el mejor de los amigos. Los lazos que los unen, verdadero ejemplo de amistad, se han fortalecido a medida que la tragedia de Arias se ahonda.

Desde el comienzo Arias se mostró como un niño observador, interesado en muchos temas, en las actividades de sus mayores. Recuerdo que me preguntaba por las materias que dictaba en la universidad, por la historia, por la meditación, con reflexiones que sorprendían tratándose de una persona tan pequeña. Ya adolescente recibía invitaciones para programas con estudiantes adelantados en los Estados Unidos. Cuando prestó servicio militar en el ejército, se convirtió en un soldado orgulloso de lo que hacía, alguien que jamás intentó eludir ese servicio para el cual había sido elegido de forma obligatoria. Finalmente fui testigo de sus logros en la universidad, de su doctorado en California, de su trabajo en el Banco de la República.

Detrás del brillante estudiante, del financista, estaba Arias, el hombre que se fue formando hasta ser esa persona extraordinaria de la que me siento orgullosa de ser amiga. Una persona íntegra, luchadora, con ilusiones, amante de su familia, dotada de una enorme fuerza de voluntad. La misma que le ha servido para no sucumbir en el duro calvario que desde hace diez años le ha tocado vivir. Equilibrado y de gran inteligencia, Arias es capaz de mantener la objetividad aún en los momentos más caóticos, de no perder la fe en su futuro, en la esperanza de poder tener una vida digna, o en el futuro de Colombia.

Quizás de todos los sufrimientos que padece con una dignidad que ni sus mayores detractores pueden negar, el peor es el de verse separado de esa familia a la que ama de manera entrañable, tanto más por haber pasado años lejos de ella. Que en la forma de reclusión en la que se encuentra, Arias pueda seguir presente en la vida de sus hijos, que pueda participar de sus decisiones, dar consejo e infundirles ánimos a pesar de las solo cuatro horas en las que puede verlos al mes, es un milagro que él y Catalina su esposa, han hecho posible, cuando todo se confabula para que no sea así.

La entereza, el talento y la confianza en la vida, lo sostienen sin derrumbarse, sin enfermar, sin desesperar, en medio de los atropellos y las terribles condiciones de una cárcel de máxima seguridad en los Estados Unidos. Día tras día soporta largas horas de confinamiento en una minúscula celda que comparte con alguien más, las heladas temperaturas que se mantienen para evitar la proliferación de bacterias, la escasa alimentación, la nostalgia y el lacerante sentimiento de sentir que contra él se ha perpetrado una terrible injusticia. Así vive, aislado, sin contar siquiera con un computador para conectarse con el mundo, pues apenas le permiten el uso de una pantalla con el tiempo, el número de palabras y de destinatarios limitados, sin visitas de los amigos, sin ver el sol, ni sentir el aire fresco.

Estos son los valores que le permiten esperar en la cárcel sin dejarse amilanar, sin quejarse, sin maldecir de su suerte, trabajando contra los imposibles en la escritura conjunta de una novela, estudiando, interesándose por la historia antigua, amando a su familia, ayudando a otros presos y cultivando su espiritualidad. Misteriosamente, sin perder el humor, pues es capaz de escribir sin amargura el huevo duro y la papa con salsa dulce que componen la cena del domingo, o del banquete consistente en una salchicha y una tajada de sandía para celebrar el Día de Acción de Gracias.

Describir las complejidades de una personalidad es difícil. Casi imposible cuando se cuenta con un espacio tan breve. A grandes rasgos, así es este colombiano excelente cuya imagen fue deformada por las inexactitudes y las flagrantes mentiras que han circulado en torno a él, hasta el punto de generar un odio irracional, aterrador, a la sola mención de su nombre. Pero aquí no se trata de hablar de su situación judicial, ni del problema ético que su caso representa para el país.

Solo quería mostrar la verdadera cara de una persona extraordinaria a quien, estoy segura, algún día la justicia le permitirá limpiar su nombre y los colombianos podrán apreciar en lo que vale.

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