Los encantos de un pequeño café en NY

Los encantos de un pequeño café en NY

El lugar preferido de Gael García, Bjork y Lou Reed

Por: William Zapata Montoya
noviembre 04, 2013
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Los encantos de un pequeño café en NY

Hace algo como un año, una amiga me sugirió que escribiera sobre el 551 de Hudson St, el Panino Giusto, un cuchitril de New York donde trabajaba sirviendo cafés por las mañanas.

Me lo sugirió porque yo le había hablado del tipo de personalidades que iban ciertas mañanas allí: Gael García Bernal, a veces; Bjork, a veces; Esteban Cortázar, a veces; Uma Thurman, a veces. O por ejemplo, Lou Reed, Laurie Anderson y Silvana Paternostro, todos los días.

Y Joaquín Botero llenándose la boca y descrestando inocentes aquí con El Jardín de Chelsea´, me dijo mi amiga. ´Vos sí deberías narrar esas conversaciones con esa gente´, insistió.

La verdad es que a mí me parecía una franca maricada todo aquello. Ni siquiera daba para conversación nada de lo que estaba escuchando. Ni Panino Giusto, ni las celebridades ni New York como tema, ni cronistas como Joaquín Botero, ameritaban una mirada de soslayo ya.

Estuve tan cansado por tantos años de que la gente me reclamara ese tipo de escritos, que ni siquiera había vuelto a hablar del asunto y me mordía un brazo cuando se me salía el tema.

Me sentía más furibundo que Bob Dylan hablando de los 60. Entre otras cosas porque New York ya era una ciudad que me empezaba a fastidiar.

Estaba saliendo de un divorcio y empezando una nueva ilusión con mi actual esposa.

La sociedad de consumo, igual, nos ganaba. Los psicópatas adolescentes disparaban en la tele matando al estilo Columbine.

Cada tarde me descubría sintonizando costureros colombianos en la radio. ¿Qué pasaba? ¿Que hacía yo allí? Sirviendo cafés a los famosos. Lo mismo mi esposa: llegaba a casa llena de dolencias y cansancios y me decía: ´Hoy estuvo Javier Bardem en el café´o ´Robert Downey Jr´, etcétera. Valiente maricada.

Ya queríamos estar en un tienda de barrio, bien colombiana, desempleados, viendo borrachos y escuchando anécdotas de atentados o de fleteos, tal vez atiborrándonos de cerveza Póker y pandebono y sin un peso en el bolsillo. Acaso corriendo el riesgo de que un irresponsable tirara pólvora en la calle y te quemara. Quizás entrando a un Exito y saludar vecinos de la infancia mientras se lee una revista de farándula, con los ultra inflados actores de acá.

Pues bien, así estamos, nos hemos regresado. A este caos, al imperio de la anarquía oficializada. Evitando el eterno tema, la sempiterna pregunta de por qué nos vinimos y de cómo era eso de servirle café a los newyorkers. De hecho, ese tipo de salidas también contribuyó a que me ausentara de mis propios regresos a Colombia. Empecé a bajar el perfil con mis desapariciones de la escena paisa, por ejemplo.

Y del mismo modo, solté mi lápiz con la banderita de Estados Unidos en la punta del borrador y me dediqué a escribir sobre Colombia.

Hasta ahora. Octubre de 2013, cuando Lou Reed muere, es cuando me vuelve a picar el bicho.

Pero no por la muerte de Lou Reed en sí, sino por la carta que le escribe su esposa, Laurie Anderson, póstumamente. Ese manojo de palabras escritas a su esposo, que logra escarbar y sacar en el polvorín de las memorias perdidas.

Y entonces, el casette se devuelve. Se devuelve a esos días cuando yo veía llegar a dos señores de la tercera edad, muy sollados ellos, a pedir su desayuno de huevos revueltos con espinacas y queso.

Los recuerdo, bajándose de una limusina siempre, a media mañana después del rush, pues preferían desayunar a solas, con el lugar semi vacío.

Sobre todo, la recuerdo a ella a Laurie, los días en que fuimos amigos. Y lo fuimos porque ella sabía que yo no me había dado cuenta de quién era ella y de quién era su esposo.

Muchos meses así.

Yo terminaba de limpiar después del rush y me sentaba a leer la prensa y entonces llegaba la limusina con los dos ancianos y entonces ella se esmeraba a darme instrucciones para que le variara el menú a su esposo y luego pasaba a preguntarme cómo iba con la escritura de El Empeliculado y a contarme superficialmente la agenda de su día, sin entrar demasiado en detalles.

Pasaban los minutos. Largas y rutinarias semanas de servir capuchinos y aguantarse el tras bambalinas de una cocina latina en New York, con sus impotables inmigrantes analfabetas con logros.

Entre tanto y tanto, no solamente hablaba con Laurie Anderson o con los otros famosos. Me entretenía hablando con las gentes más interesante del imperio, mientras yo odiaba mi situación en el mundo y con los otros también. Pero, qué diablos hacía yo allí, de mesero, si fácilmente debería tener uno de aquellos trabajos. Documentalista del Discovery Channel, Ingeniero del último de Radiohead.

Qué tenía aquella gente que no tuviera yo. Cada vez que me sentaba a hablar con uno de esos duros yo me repetía aquella frase de Los Prisioneros: ´¿Por qué los ricos tienen derecho a pasarla tan bien, si son tan imbéciles como nosotros?´.

No lo tomaba a personal con ninguno de ellos, pero sí con mi pereza y mis descuidos en cambio.

Una mañana de aquellas, estaba leyendo un artículo sobre Lou Reed. El sol del otoño, como este mismo otoño que ha visto morir a Lou, se filtraba por las persianas del 551 de hudson Street y se derramaba por el piso que yo acaba de mapear y se trepaba por las estanterías de café que yo había acabado de limpiar.

El artículo decía que había un evento de MTV y que Lou Reed era uno de los invitados centrales.

Fue inevitable asociar aquella foto del artículo con la imagen de la persona que se estaba bajando de la limusina, a eso de las 9 de la mañana.

Creo que Laurie Anderson debió haber visto un cambio en mi mirada. De inmediato, supo que yo supe, porque aquella mañana me sonrió por primera vez. Nunca sonreía. Era extremadamente cordial, pero muy seria al mismo tiempo. Como los beagles tostados y raspados que ella comía.

Luego de aquel día, no me volvió a saludar como lo venía haciendo en los últimos 3 meses. De hecho nunca volvimos a conversar ocasionalmente como a veces lo hacíamos. Solamente una vez más me volvió a preguntar por mi novela EL Empeliculado y me pegó un pequeño regaño por no haberle dado un ejemplar.

El frío de invierno empezaba a entrar en la Gran Manzana. Las hojas rodaban por la calle. El Ground Zero aun no habría. Ocho días después, esperé a que Lou Reed terminara su desayuno y me acerqué con manos temblorosas y le estiré el libro favorito de mi esposa y yo: A CONFEDERATE GENERAL FROM BIG SUR de Richard Brautigan.

Lou Reed lo firmó adentro y miró la portada y luego lo cerró y me lo entregó junto con el lapicero. Lo firmó a mi nombre y no tuvo que preguntar cómo me llamaba. Eso habla mucho de Estados Unidos. En ese país la gente se aprende el nombre de los demás por encima de todas las cosas.

Aquella mañana no fue nunca especialmente extraordinaria, excepto que mi actual esposa iba a visitarme al trabajo por primera vez. Le mostré el autógrafo de Lou Reed, ´Se acabó de montar a la limusina´, le dije, te lo hubiera presentado, la esposa es súper querida.

Tampoco las demás mañanas allí fueron demasiado especiales. A excepción de este noviembre, me imagino: Lou Reed ya no desayuna más con ella, con la querida Laurie Anderson.

En la memoria nebulosa de los años, no recuerdo haberle dado una copia de EL EMPELICULADO. Tal vez sí. Muchos ejemplares los regalé en el 551 de Hudson Street.

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