Por muchos años, San Cayetano olía a café recién tostado, a tamal humeante y a caldo de costilla servido en tazas de peltre. Era un aroma que subía desde las cocinas abiertas de sus restaurantes, pasaba por la plaza y trepaba por los corredores del colegio, mezclado con el sonido de las campanas que anunciaban el almuerzo o el recreo. Nadie imaginaba que ese pueblo, asentado con dignidad sobre una falla geológica en Cundinamarca, un día sería una sola ruina decorada por el silencio.
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El auge gastronómico de San Cayetano no fue planeado. Nació de la necesidad y de la sazón de sus mujeres. En la década de los ochenta, cuando el paso entre Muzo y Pacho era una trocha de polvo y codicia —esmeralderos, paramilitares, comerciantes de ganado—, San Cayetano se convirtió en un paso obligado. Y cuando los viajeros paraban a estirar las piernas, alguien tenía que servirles algo caliente. Primero fue doña Leonor, con su sancocho hondo y espeso. Después vinieron otras: doña Rita, doña Magnolia, la hija de la señora del estanco. Una abrió una panadería con horno de leña; otra, un comedor donde el menú se anunciaba con tiza en la pared: “Caldo con pan, huevos al gusto, tamal tolimense”.
Los domingos, después de misa, no había mesa vacía. Llegaban familias desde Ubaté o Zipaquirá solo para almorzar ahí. Se hablaba del pueblo como el “secreto mejor guardado de Cundinamarca”. Incluso el alcalde de la época lo propuso como “destino turístico rural”, sin imaginar que el suelo debajo del restaurante de doña Magnolia se estaba rajando como un pan mal horneado.
Fue en los noventa cuando los primeros techos comenzaron a crujir de forma extraña. La antigua Agencia de Prevención de Riesgos lo confirmó: el pueblo estaba asentado sobre una falla geológica activa. El drama fue lento y doloroso. Las grietas aparecían en los baños, en las cocinas, en los cuartos donde se amasaban las arepas. El miedo se volvió costumbre.
La tragedia de Armero, aún fresca en la memoria, pesó. La orden fue tajante: evacuar. Cerca de 800 personas empacaron sus vidas en costales. En San Cayetano no hubo erupción, ni lava, ni lodo ardiente. Hubo abandono. Lo demás lo hizo el tiempo.
El nuevo San Cayetano —una versión sin alma, instalada en Guamal— recibió a los desplazados. Se reconstruyó la iglesia, pero ya no olía a pan. Muchos restaurantes no reabrieron. Doña Rita murió poco después del traslado. Doña Leonor intentó mantener su receta en un local alquilado, pero los nuevos vecinos no tenían la misma hambre de siempre. Nadie quería caldo a media tarde.
Los pocos negocios que sobrevivían en Guamal —una fonda, un par de cafés pequeños— cerraron en 2020. Las restricciones de la pandemia y el miedo al contagio, la imposibilidad de recibir visitantes acabaron lo poco que quedaba de la economía local. Los nietos de las cocineras se fueron a Bogotá a trabajar como domiciliarios. Algunos aprendieron a freír empanadas congeladas en cadenas de comida rápida.
Hoy, en el viejo San Cayetano, solo quedan muros descascarados, murales borrosos y anuncios de tamales por 4.500 pesos. Detrás de la iglesia, los osarios exhiben calaveras sueltas, tibias, fémures. La naturaleza reclama lo que fue suyo. La vegetación se traga la plaza, los pasillos del colegio, las ventanas que un día sirvieron pan y chocolate.
Pero si uno cierra los ojos, en el centro del parque todavía se puede imaginar una mesa con mantel de cuadros, una taza humeante, y a doña Magnolia diciendo: “¿Huevos con qué, mi amor?”. Como si la grieta nunca hubiera llegado. Como si aún fuera domingo.