Durante unos 70 años, la zona industrial de Bogotá olía a melaza caliente, a alcohol recién destilado, a trabajo. Entre los galpones grises y el caos de San Andresito de la 38, se levantaba una estructura que marcó el pulso de un departamento y la memoria de varias generaciones: la antigua sede de la Fábrica de Licores de Cundinamarca.
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Hoy, ese cuerpo inmenso y cansado sobrevive como un esqueleto encerrado entre paredes blancas cubiertas de grafitis. Las entradas parecen selladas por el tiempo y la maleza comienza a trepar por lo que fueron sus muros de ladrillo limpio. A pesar del abandono evidente, todavía adentro se alcanzan a ver vehículos estacionados, algunos personas recorren la vieja estructura de vez en cuando. También sus ruinas han servido como set de grabación. Lo que fue fábrica ahora es telón de fondo.
La historia de esta planta comienza a principios del siglo XX, días en que la destilación de alcohol tenía su epicentro en el centro de Bogotá. Allí, además de aguardiente, se producían perfumes y otros compuestos químicos. Pero tras los incendios y saqueos del Bogotazo en 1948, las autoridades aceleraron el traslado de la fábrica a una nueva sede en el occidente de la ciudad, donde entonces se levantaban nuevos parques industriales.
La mudanza marcó el inicio de una era de expansión. Durante siete décadas, la fábrica procesó miles de litros de alcohol a partir de la miel de caña, una tradición que llegó con los españoles y se quedó en la médula del gusto popular. Las torres de destilación operaban con precisión: calor intenso para separar el alcohol, piscinas de enfriamiento para estabilizarlo, sistemas mecánicos y humanos que trabajaban sin descanso. En su época de esplendor, más de 800 personas rotaban en tres turnos diarios. La mayoría de los procesos eran manuales y requerían atención constante. La fábrica era un organismo vivo, un ecosistema de ruido, vapor y olores dulces.
Desde allí salieron durante años las botellas de ron, coñac, ginebra y, por supuesto, aguardiente, ese líquido claro que, más que bebida, era símbolo de identidad regional. Sin embargo, el paso del tiempo y los cambios tecnológicos comenzaron a exigir transformaciones profundas. A finales del siglo XX, un diagnóstico técnico puso sobre la mesa una disyuntiva: renovar las viejas instalaciones o construir una nueva planta desde cero.
La decisión fue tajante. La producción se trasladó a Cota, un municipio cercano donde se levantó una sede moderna, automatizada, limpia. Un edificio pensado para la eficiencia, el control y la escala industrial. Allí, las máquinas sustituyeron gran parte de la mano de obra. Las líneas de producción se alargaron. Las cifras mejoraron. El modelo se actualizó.
Mientras tanto, la vieja fábrica quedó suspendida en el tiempo. Vista desde arriba, su deterioro es evidente: techos colapsados, ventanas rotas, estructuras corroídas. Pero también hay rastros de vida: seguridad privada, camiones esporádicos, algún movimiento detrás de los muros.
Lo que queda es un testimonio arquitectónico del país que fue. Un símbolo de la transición entre lo artesanal y lo automático, entre lo humano y lo industrial. La vieja Fábrica de Licores de Cundinamarca es uno de tantos lugares que el progreso dejó atrás, pero que aún conservan la memoria impresa en el concreto y la melaza seca de sus cañerías.
El aguardiente, alguna vez ilegal y popular, había desplazado a la chicha indígena. El Estado, que se reservó el monopolio del alcohol por razones fiscales y sanitarias, convirtió estas fábricas en fortalezas económicas. Hoy, el edificio que alguna vez fue el corazón del licor en Cundinamarca no produce nada, pero sigue diciendo mucho.
El creador de contenido Kevin Bolaños visitó la fábrica y esto encontró: