En el corazón del centro de Bogotá, en plena carrera Séptima con calle 21, donde el bullicio de la ciudad retumba como un tambor constante, hay un lugar que huele a mar. Se llama La Chalana, y aunque parezca una paradoja, es una pescadería que ha aprendido a flotar entre el caos urbano como si fuera un bote anclado en tierra firme. Desde fuera, no tiene pretensiones: un letrero de color azul discreto, el movimiento de cajas de hielo, hombres con delantales azules, y ese aroma inconfundible que mezcla sal, escamas y fogón.
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Pero basta cruzar la puerta y subir las escaleras para que la ciudad desaparezca. Adentro, el bullicio no molesta: es el murmullo de quienes saben lo que vinieron a buscar. Hay róbalo delgado, mojarra recién llegada del Magdalena, pargo que parece haber salido esa misma mañana del Caribe, y camarones que aún conservan la tensión de la vida marina. La Chalana no es solo una pescadería: también es restaurante. A unos pasos del mostrador, sobre mesas sencillas y platos humeantes, se sirve uno de los secretos mejor guardados del centro bogotano.
La cocina es ágil, sin florituras. El pescado, casi siempre frito, tiene esa textura crujiente por fuera y húmeda por dentro que no se logra con recetas sino con oficio. Acompañado de arroz con coco oscuro y tajadas dulces que equilibran el salitre, cada plato parece recordar que el sabor auténtico no necesita adornos. Lo que hay aquí es mar en estado puro, traído sin intermediarios ni promesas falsas. La Chalana no sale en las guías turísticas ni se deja encontrar fácilmente en las redes. Quienes llegan no lo hacen por accidente: alguien les contó, o ya vinieron antes. Porque cuando uno descubre este rincón de mar en la montaña, lo más seguro es que regrese.