Días de cartas
Opinión

Días de cartas

La carta, esa importante herramienta en desuso y abandono, que se niega a desaparecer y resiste las envestidas de lo instantáneo y lo efímero

Por:
abril 02, 2016
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Un presidente de un banco renuncia a su trabajo porque su hija, entre sinceridad y sentido común, le pide que no se le muera; un guerrillero, le da a su invencible y lejana María José la mejor lección de todas: “Desgárrate siempre que ames”; Gabriel García Márquez, le confiesa a su amigo Plinio, los miedos e inconstancias que trae escribir obras universales. Ellos depositaran su verdad en ese estrecho universo, que se cuadricula por cuestiones de eficiencia, que se sella y se va, para llegar o para extraviarse.

La carta, esa tecnología para fijar presentes, para congelar el tiempo en su viaje, entre manos humanas que fallan y que insisten en fallar. Esa agonizante forma de decir, y de decirse, que las cosas no cambian, y se saben quedar y permanecer, a pesar de un mundo cada vez más peregrino. La carta, esa importante herramienta en desuso y abandono, que se niega a desaparecer y resiste las envestidas de lo instantáneo y lo efímero, lo que se desvanece sin mucha justificación o defensa. Como se resisten los libros de papel y la radio, como nos resistimos nosotros.

Todo comienza con el ritual de escribir a mano, de obligarse a no cometer errores irreversibles, a arrugar papeles y volver a empezar. Prefiero escribirlas con lápiz y así hacer sentir a las palabras más cómodas ante la fatalidad de equivocarse. Luego el viaje a las escasas oficinas de correo tradicional, que supone en la llegada, ese temor de confundir un número o una letra en la dirección, y por un descuido despedirse, imponerse un olvido o ilusionar a un solitario a quien ya nadie le escribe. Un inusual testigo, el operario de correos, que para dotar de fantasía al erosionado trabajo de clasificar cartas ajenas, se imagina y especula amores improbables, esperanzas que pueden y saben esperar o verdades que ya no les importa el tiempo, porque ya lo perdieron.  Sonríe inocente. Por último, la estampilla  como pasaporte y permiso de vuelo. Puntos suspensivos.

A las palabras les hace bien el confinamiento, el encierro del sobre. Durante el viaje, de semanas o meses, las palabras se toman confianza, se conocen y se hacen amigas,  por esto, la carta es una cuando se va y otra cuando llega. Cobra sentido entonces que el cofre preferido de la carta leída, sea el libro, porque vuelve en sí, a su centro, en la mejor compañía, entre más palabras sigue creciendo y madurando. Se llena de vida sabiendo envejecer entre el presente que gravita en ellas, ese presente que ya no se fue, que ya se escribió.

A los ocho años se me rompió el corazón, mi papá se fue para España, que en 1989 para mí pertenecía a otra galaxia, a otra dimensión. Se fue con explicaciones y metas que solo después de veinticinco años entendí y acepté. Sin falta cada mes llegaban sus cartas; para aliviarnos mi madre nos sentaba a mis hermanos y a mí a su alrededor y con pausa, tragándose la pena, nos leía y nos repetía lo mucho que mi papá nos extrañaba, y lo mucho que deseaba que estuviéramos junto a él, con cuidado nos dejaba tocar las cartas y al ver su inconfundible letra, sentirlo cerca. Mi mamá guardaría esas cartas para siempre como objetos de exhibición y prueba del hombre que mi papá fue y que aún sigue siendo, al que por haber escrito esas cartas, y haberles dado el tiempo, pude perdonar, entender y seguir, infaltablemente, admirando, como muchos admiraron, perdonaron y entendieron al banquero, al guerrillero y al escritor.

@CamiloFidel

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