Diario de lectura
Opinión

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septiembre 26, 2013
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Estoy en casa de una prima en Valledupar, sentado en este mecedor de mimbre y me faltan unas cuantas páginas para terminar de leer El amor en los tiempos del cólera. Es la cuarta vez que la leo y me sigue deslumbrando como en la primera lectura. Pero me gusta más leerla en tierra caliente porque así puedo sentir su espíritu, sus huesos, y el pálpito vivo de su sistema nervioso. Con el paso del tiempo he descubierto que algunos libros necesitan de un clima especial para ser leídos. Por ejemplo, yo disfruto más una novela como Fiesta, de Hemingway, si la leo en tierra caliente. La leí por primera vez en Bogotá, hace algunos años, durante uno de los inviernos más crudos del siglo pasado. Estaba en mi cuarto de estudio y por la ventana podía ver la lluvia dura y pesada que caía a garrotazo limpio sobre el asfalto de la carrera Séptima. Leí la novela de un tirón desde el medio día hasta la media noche y escribí una reseña para una revista todavía embriagado por las aventuras del viejo Barnes. Tiempo después volví a leerla en Coveñas. Hacía un calor de caldero de barco  y por la ventanita de mi cuarto de hotel entraba todo el mar y toda la brisa y todos los eructos del trópico. Entonces la novela me pareció distinta a la que  había leído en Bogotá y el viejo Barnes me pareció más humano y vital en ese París de posguerra. Y podía verlo, al viejo Barnes, desde mi ventana, confundido entre los vendedores de butifarra y ceviche. Barnes había salido de la novela y ahora estaba tumbado en la playa como un viejo caimán asoleándose en la inmovilidad de la modorra de las tres de la tarde. No había frontera entre la literatura y la vida y los personajes entraban y salían de mi habitación en un delirio sin talanquera.

Ahora leo El amor en los tiempos del cólera. Me faltan unas cuantas páginas para terminarla y el cabrón de Florentino Ariza por fin pudo follarse a Fermina Daza después de medio siglo al acecho. A esta hora en Valledupar corre una brisa fresca. La luna parece una hostia clavada con tachuela en la pared del cielo y desde aquí llega el susurro invisible de una fiesta lejana. Ya era hora de que el bueno de Florentino, uno de los más hábiles practicantes de la cetrería erótica de todo el Caribe, lograra que Fermina Daza bajara para él sus puentes levadizos.

Recuerdo, viejo Floro, cuando entraste al camarote de ella. Viajabas por el río grande de La Magdalena en el buque Nueva Fidelidad. Estabas asustado, te temblaban las piernas, te hubieras podido cagar ahí mismo del susto, pero tenías que hacerlo. Habías esperado para ese momento cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. Ya eras un viejo de ochenta años pero con el ímpetu adolescente de los amores que queman. Esa noche llevabas tu respetable animal erguido y ella se dio cuenta de que no dejabas ver el arma por casualidad, sino que la exhibías como un trofeo de guerra para darte valor. Ni si quiera le diste tiempo para que se quitara la camisa de dormir y tu prisa de principiante le causó a ella un estremecimiento de compasión. Hiciste un amor de emergencia y no te funcionó porque lo que ella quería era sentirse viva en sus carnitas; que sus hombros caídos y sus senos marchitos sintieran nuevamente el temblor juvenil bajo la destreza de tus manos. Fue un amor rápido y triste que sin embargo mejoró en las siguientes noches.

¿Ves, viejo Floro? Uno llega a viejo y no aprende. Ahora veo que los árboles se besan entre sí sacudidos por el ímpetu de una brisa fresca que baja de la Sierra Nevada de Santa Marta. El cielo está alto y azul y el ojo de la luna brilla sobre la ciudad dormida. Esta noche cuando cierre el libro, estoy seguro, viejo Floro, que la vas a besar como se besa en El cantar de los cantares. Y mientras yo duerma, tu vas a gastar en esos besos, todo el aire de respirar.

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