¿Democracia, territorio de paz?

¿Democracia, territorio de paz?

Seguimos glorificando esta noción griega, donde el concepto de pueblo no incluye a todos los ciudadanos, y hace que ciertos derechos parezcan utopías

Por: Jorge Muñoz Fernández
julio 05, 2018
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¿Democracia, territorio de paz?
Foto: Pixabay

Asistimos en nuestra nación, desde los tiempos de las comunidades indígenas vencidas y desde las ciudades y pueblos sometidos, hasta la bancarrota de las utopías sociales.

Los valores modernos del discurso de la democracia, en términos de “liberté, égalité, fraternité” están patas arriba y damos como normal la lógica de la desigualdad.

Nuestra cultura sigue atrapada por el juego de los espejitos y collares de cuentas, viviendo del asombro que producen las naciones desarrolladas, que a expensas de nuestra pobreza y marginalidad social, subsisten.

De todas las estafas universales, la que más nos conmueve, es la del engaño histórico como se diseñó en tiempos de la modernidad el traje de la democracia.

Tarde nos hemos enterado que el vestido fue elaborado por el mismo sastre que construyó las prendas del emperador, en el célebre cuento de Hans Christian Andersen.

La literatura recuerda que mientras el rey recibía de los cortesanos el reconocimiento por su brillante vestido, un niño gritó en el desfile: “abran los ojos, el rey va desnudo” y el pueblo cayó en cuenta y gritó: “…no lleva nada”, confirmando su desnudez.

Tratándose de la confección de la prenda de nuestra democracia, las telas fueron obsequiadas por los países imperiales, la moda fue impuesta por la estética foránea y el modelo se obtuvo del “contrato social” que, a la postre, no fue más que un fraude gigantesco realizado a millones de seres humanos que le apostaron a cubrirse con un abrigo que les prometía la igualdad social.

Pero seguimos glorificando la democracia griega, donde el concepto de pueblo no incluía a todos los ciudadanos de la polis. Al igual que los esclavos y los artesanos, las mujeres quedaban excluidas de la participación en la vida pública. Una farsa.

La prenda con que se vistió la democracia fue exaltada en las pasarelas mundiales por astutos personajes que la calificaron como la más grande conquista de la humanidad.

A su convocatoria, como en el canto de Zalamea, asistieron “el demente, el sifilítico, el tuberculoso... y toda la horda de innumerables consuntos”.

Pensadores de enorme nombradía, como Karl Popper, han sostenido que la democracia ya no tiene sentido: “el pueblo no manda en ningún lado”, y si al escenario democrático le sumamos los entretenimientos masivos que se le han agregado a la función, para darle al poder un manto de solvencia popular, el colapso del “consenso” es crónico y terminal.

Basta observar cómo el edificio de la convivencia ha sido demolido para levantar arquitecturas privadas, para salvar honores o proteger comediantes; hoy la democracia participativa la ejercen primero los grandes señores y medios de comunicación y, después, si es que queda algo, la practican, con algarabía ofensiva contra el otro, la clase media y los descamisados, donde se asienta “la opinión”.

¿Es democracia que en el Cauca se masacren campesinos y como excusa se sostenga que es un corredor del narcotráfico? La justicia tiene todo el apoyo de la ciudadanía para esclarecer el crimen.

En todos los planos de la vida social, como ocurre en las prácticas económicas, ideológicas y políticas, se ha impuesto la vergonzante idea que donde “hay poder no hay resistencia” y la dignidad participativa prefiere huir antes que verse gravemente averiada.

Y atónitos los pobres escuchan que se ha postulado al mercado como agente que disuelve por sí mismo los conflictos sociales, cuando la verdad es que el mercado arrastra con todas las lacras del capitalismo.

Es tal la voracidad de quienes tienen la obligación constitucional de agenciar lo público, que utilizan el tiempo para llenar sus alforjas y el compromiso de trabajar por la comunidad pasa a un segundo plano.

Entre tanto, Colombia ocupa el cuarto lugar entre los 10 países más desiguales del planeta (Gini) y el El País de Cali, (22 ene. 2017) rebela que cada año la corrupción le roba 50 billones de pesos a los colombianos.

Es como si el virus de la crisis de sentido social se expandiera por toda la institucionalidad y el propio Estado contribuyera a debilitar el sistema inmunológico para que, por ejemplo, el “derecho a la paz”, no sea más que una utopía.

Todo esto ocurre mientras Aureliano Babilonia sabe que no tendrá tiempo para descifrar los pergaminos y, por la crudeza de los hechos sociales y la violencia, tendremos que pedirle a la memoria de García Márquez que nos otorgue cien años más para salir de las convulsiones epilépticas en que nos hallamos y construir un país sano.

La hipótesis es razonable, si los emperadores miran hacia arriba y no hacia abajo, donde está la muchedumbre, no se darán cuenta que caminan desnudos y llegará, para fortuna del país, el tiempo de la burla y el desquite, como en la cáustica fábula de Hans Christian Andersen.

Hasta pronto.

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