En defensa de la lectura (I)
Opinión

En defensa de la lectura (I)

Noticias de la otra orilla

Por:
marzo 04, 2017
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Mucho se ha hablado sobre muy diversos temas relacionados con el mundo de la lectura, de los libros, del ejercicio editorial y de los múltiples problemas de ese mercado en nuestro país y en los países latinoamericanos. Se habla mucho también del papel en el que se escriben y se editan los libros (de sus costos casi siempre) y del papel de los libros en la vida de una sociedad lectora. Para nuestro caso colombiano la atención ha venido a centrarse sobre el punto preocupante y polémico de que somos cada vez una sociedad de pocos y malos lectores, como pretende demostrarlo la escandalosa estadística que ahora dice que hemos dejado de leer los libros que en una estadística anterior se dijo que leíamos. Que hemos pasado de casi cuatro libros a casi dos, y que eso nos ha puesto por debajo de países como argentina que lee 12 libros más que nosotros o de cualquier país europeo que nos sobrepasa en 25.

 

 

Pero hablemos, más que del libro, del lector, que hace del ejercicio de la escritura y del hecho escrito, ya se trate de  un libro o de una gran biblioteca, un verdadero fenómeno de cultura. Porque, al fin y al cabo, ¿Qué es un libro sin lector? ¿Cómo se realiza el milagroso encuentro de dos extraños que acaban colaborando para construir un edificio de sentidos al mismo tiempo íntimo y público en el que uno de ellos, el lector, en este caso, es sólo un invitado de ocasión, un extraño al que, sin embargo, se espera ansiosamente? El lector es así, entonces, la máxima realización del texto, su más secreta aspiración, ese otro necesario que termina de escribirlo, el que le agrega con su sensibilidad nuevos ángulos de identificación, nuevas significaciones. Un lector creativo, que es, ya se ha dicho, un coautor. Sin lectores un libro podrá existir como objeto, como cosa, pero no como elemento provocador de cultura, como un ser vivo que crece por dentro  en la mente y en el corazón del lector y empieza así a echar raíces a través del tiempo y de la historia.

Sobra aclarar, entonces, que soy todavía un ferviente partidario de la relación romántica libro-lector, relación que hay obligación de tener asumida comprometidamente antes de pasar al complejo aprendizaje de los componentes culturales que exigen los universos postmodernos de la ciberlectura y el hipertexto, sin que esto signifique su descalificación. Pero primero es necesario vivir de cerca la experiencia del trato dialógico con las palabras, con esos signos que nos han puesto en existencia, esos que nos han hecho posible el despliegue de nuestra imaginación y nuestra fantasía a través de esas grandes historias y personajes que son, nadie lo duda, referentes imperativos de la cultura. Más que todo para no perder el alma como aquel que ha rezado al mismo tiempo a varios dioses.

 

Quien aprende a leer en los libros, quien hace de los libros
una partitura de su propia vida y de la vida de los otros,
aprende con ellos a construir su propia realidad

 

Como el libro es el reino de los mundos posibles a partir de la experiencia de la mente y del lenguaje humanos, quien aprende a leer en los libros, quien hace de los libros una partitura de su propia vida y de la vida de los otros, aprende con ellos a construir su propia realidad, porque los libros han sido y son la cantera de los sueños de los hombres con historia.  Y la lectura es por eso un ejercicio supremo de la libertad individual, y esa libertad hay que ejercerla haciendo de la lectura una acción responsable, un momento espiritual que es en realidad un movimiento interior dirigido desde la magia de la belleza, o desde el poder de lo terrible, hasta las más insospechadas posibilidades del destino.

Leer es, entonces, construir con las imágenes de esos mundos posibles parte importante de nuestra propia memoria y de la de aquellos que comparten esa lectura con nosotros; idea que nos sirve para ampliar el sentido de aquella frase de Borges que definía los libros como la extensión de la memoria del hombre. Tal vez por eso muchos libros importantes, han sido perseguidos, prohibidos, quemados, censurados y escondidos por peligrosos, por adelantados, por incomprendidos, por inconvenientes. Porque muy seguramente en ellos late alguna fuente de libertad y de conocimiento liberador y atentan, por lo tanto, contra algún poder, contra alguna noción del mundo y de la vida; con lo que seguramente nos ponemos en la antípoda de la frase de Oscar Wilde, que decía que ningún libro u obra de arte ha influido jamás en la vida o en la moral de nadie. Pero allí están los ejemplos en la memoria de los pueblos o en la historia de la imaginación de los hombres, trátese de la mítica segunda parte de la poética de Aristóteles que esconde Jorge de Burgos en una biblioteca laberíntica en El nombre de la rosa; de los libros que arden solos a 454 grados Fahrenheit en la novela de Bradbury… O de los libros que quemaba el exprocurador Ordóñez en sus días de aprendiz de censor.

 

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