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Primero, hay que entender que en nuestra naturaleza humana siempre existirá una tendencia al error y al mal. Y que, como en toda sociedad, aunque se repita la frase “la lucha siempre va a existir, pero, para sobrevivir al poder o perpetuarlo.” No siempre es el caso, por eso como diría Descartes, en su duda metódica, desconfiar y dudar de todo para poder llegar a una verdad.
Pero la gran diferencia es que no siempre se trata de una lucha de clases. El darwinismo social también echó raíces en este modo de pensar y actuar de las personas. Eso fue lo que pensaron quienes idearon el proyecto de modernidad sobre progreso, competencia, desigualdad y que esta echado a andar desde hace trescientos años atrás. Por eso, en el fondo, siempre es una cuestión de educación y valores, no tanto una reacción biológica o natural, como nos han querido hacer creer.
El problema del marxismo político es cuando encierra la mirada en la idea de que solo existen dos actores; el proletariado y el burgués o empresariado, como si todos trabajáramos en una gran fábrica industrial donde somos piezas de una misma cadena de desigualdad. Como si esa fuera la única realidad, un empresario al que hay que acabar y que es el único 'dueño de los medios de producción' y que actúa siempre de forma desigual.
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Además de ver un trabajador explotado el cual sufre y nunca se equivoca. Pero la realidad es más diversa. Hay empresarios (no todos) que arriesgan su capital, que pagan justo, que generan oportunidades donde antes solo había pobreza. Y también hay trabajadores (no todos) que le apuestan al compromiso, a la responsabilidad, que entienden que el progreso no es culpa ni de uno ni de otro, sino un esfuerzo conjunto.
Esa lógica del capitalismo puede servir en ciertos contextos como la Inglaterra del siglo XIX, donde Marx formuló su pensamiento, pero no encaja tan fácilmente en realidades como las nuestras, tan fragmentadas, tan desiguales y tan atravesadas por lo étnico, lo rural, lo informal y lo no industrial. Marx, fue un lector voraz y sistemático, estudió prácticamente toda la literatura disponible en la Inglaterra de su época para construir su análisis del capitalismo, pero aun así, no contempló lo que él mismo llamó las sociedades “no desarrolladas” o “periféricas”, aquellas que estaban por fuera de Europa, y que vivían bajo dinámicas coloniales, extractivistas, de esclavitud o economías campesinas, como muchas de las nuestras en América Latina.
Lo cierto es que la desigualdad la hacemos nosotros mismos. Claro, el modelo económico puede tener bastante influencia, pero el meollo del asunto está en nuestra incapacidad de resolver nuestros propios conflictos. A veces parecemos sacados de Cien años de soledad, como Aureliano Buendía, que después de tantos intentos, no logró gestar ningún tratado de paz. Más bien, fue una sociedad donde todos terminaron destruyéndose. Nada muy distinto a lo que nos sigue pasando hoy. Unos pensando en unos modelos de democracia clásicos y luego otros pensando en formas distintas a las ya planteadas.
Y es que, si uno se pone a pensar con calma, aunque por ahí hablen bonito de “objetividad” y de “Paz Total”, la verdad es que esa tal objetividad no existe. Es herencia misma de los españoles. ¿Quién puede decir que ve el mundo sin lentes, sin historia, sin emociones? Todo lo que hacemos, lo hacemos desde la fe, aunque no nos demos cuenta. Confiamos. Confiamos en el abogado que nos defiende sin saber si leyó bien el expediente, confiamos en el médico que nos receta algo sin conocerlo de toda la vida, confiamos en el profesor que enseña a nuestros hijos lo que él también aprendió de otro.
Confiamos en el político que nos promete, en el funcionario que decide, en el periodista que informa. Y así vamos, viviendo de creencias ajenas, de decisiones que otros toman por nosotros. El problema es cuando esa confianza se quiebra, cuando nos damos cuenta de que muchos de los que cargan el título de “autoridad” también tienen sus intereses, sus verdades a medias, sus propios miedos. Entonces todo se vuelve una mezcolanza, fe, poder, discurso, manipulación. Y ahí, entre tanta confusión, el pueblo queda otra vez en la mitad, tratando de entender qué es verdad, qué es mentira y quién es el que de verdad está buscando la paz... o simplemente buscando poder para gobernar con otra bandera.
Es como si, desde la teoría, todo tuviera sentido, pero al momento de vivirlo, la realidad fuera otra completamente distinta. Como si existiera una distancia enorme entre lo que se dice y lo que se hace. Está bien pensar, claro que sí. Está bien leer, estudiar, reflexionar sobre los cinco grandes momentos del conflicto armado que explica el Centro Nacional de Memoria Histórica. Incluso es valioso que existan cátedras universitarias sobre violentología porque sí, tristemente, somos expertos en violencia, porque la hemos vivido en todas sus formas. Y las universidades lo saben, y por eso enseñan sobre ello, analizan, clasifican, documentan. Pero el verdadero problema no es que no sepamos lo que pasó. El problema es que lo hemos seguido enseñando de memoria, como las tablas de multiplicar, pero no hemos aprendido a aplicar nada de estos conocimientos en la vida real.
Todo queda en el papel, en el informe, en el aula. Muy bonito para el ensayo o el panel académico, pero inútil si seguimos repitiendo las mismas formas de odio, de exclusión, de venganza. Porque la memoria no es repetir fechas ni siglas, es cambiar la forma en la que nos tratamos. De nada sirve entender la historia si no nos atrevemos a transformar el presente. La teoría sin práctica es solo vanidad intelectual, y eso, en un país como el nuestro, no salva vidas ni evita más guerras.
Somos muy buenos hablando, pero pocos hacemos las cosas
De nada sirve tener grandes centros de investigación sobre conflicto armado y memoria histórica si lo único que seguimos haciendo es violentarnos entre nosotros. Podemos tener bibliotecas enteras sobre la guerra, documentos, informes, el famoso Basta Ya, El Cinep, Indepaz, Iepri entre otros, pero si en la calle, en la casa, en el Congreso, seguimos repitiendo las mismas lógicas de odio, entonces ¿para qué tanto producción intelectual?
Si muchas veces la verdad es que mucho de lo que se hace en nombre de la paz está contaminado por intereses individuales, por ese egoísmo disfrazado de ‘desarrollo’ que heredamos de los modelos occidentales. Al final, todo se convierte en una competencia por quién tiene la razón, y esa razón siempre la va a tener quien habla desde su propia ideología. Uno se sienta a hablar con alguien de izquierda o de derecha, y la conversación no es para escuchar, es para imponerse. No importa el argumento, lo que importa es desde dónde se dice. Así no hay diálogo que sirva.
Y la política, que supuestamente es la herramienta para organizar lo común, se volvió simplemente una pelea de vanidades. Nos hablan de democracia como si fuera el arte de gobernar con el pueblo y para el pueblo, pero en la práctica se traduce en obedecer a un líder, casi siempre elegido por marketing y no por principios. Desde el Banco Mundial y los organismos internacionales nos venden la idea de la buena gobernanza, con nombre bonito en inglés: good governance. Pero esa “buena” gobernanza casi siempre significa más tecnocracia, más decisiones centralizadas, más burocracia disfrazada de eficiencia.
¿Y quién queda por fuera? El mismo de siempre: el pueblo y las personas más necesitadas. Se dice que el soberano es la gente, pero eso lo dijo Napoleón Bonaparte… y bien sabemos cómo terminó él. Irónicamente, ese mismo personaje que hablaba de soberanía popular fue el que inspiró los códigos civiles que después sirvieron para consolidar modelos que aún hoy excluyen a los de abajo. Así que sí, el discurso suena bonito, pero la realidad está llena de contradicciones.
La violencia se nos fue metiendo en la vida diaria. Golpear, gritar, humillar… se volvió común. El machismo se impuso en el trato, en la casa, en la calle. Los valores se trastocaron, tener era y es más importante que ser, y mandar era y es más valorado que respetar. Hoy cargamos todo ese peso como una mala herencia, o como el viejo dicho más pesado que un mal matrimonio. A veces parece que el país entero camina en círculos, repitiendo la misma historia con nuevos disfraces. Entonces, sin mucha retórica, la pregunta que se nos clava en la mente; ¿de verdad estamos condenados a vivir una y otra vez el mismo ciclo de violencia?
Pero no todo está perdido. A pesar de tanta historia dolorosa, aún hay gente que cree, que resiste sin armas, que siembra sin miedo. Porque si la violencia ha sido aprendida, también puede ser desaprendida. Hemos visto comunidades que antes se dividían por colores políticos y que ahora se juntan para construir escuela, cuidar el agua, o defender el monte. Poco a poco, sin hacer ruido, hay quienes están apostándole a otra forma de vivir, a una paz que no es la que firman los de arriba, sino la que se cultiva en el día a día, en cómo nos tratamos, en cómo criamos, en cómo hablamos con el que piensa distinto. La verdadera paz, esa que no necesita aplausos ni cámaras, empieza por dentro.
Tal vez por eso tantos intentos de solución han fallado, porque nos han querido imponer la paz desde afuera, sin mirar lo que llevamos por dentro. Mucho de lo que hemos vivido las guerras, los odios, las violencias repetidas en nuestras historias personales tiene que ver con heridas mal cerradas, con rabias heredadas, con orgullos que pesan más que la vida misma. Pero cuando dejamos de ver al otro como enemigo, cuando entendemos que no hay paz sin justicia, ni justicia sin perdón, ahí empieza algo diferente. No es fácil, ni rápido, pero es posible. Porque al final no estamos condenados, estamos invitados. Y esa invitación es personal, o seguimos siendo parte del problema, o empezamos a ser parte de la solución, aunque sea desde lo pequeño, desde lo íntimo, desde lo humano.
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