De la convivencia universitaria

De la convivencia universitaria

Las universidades como espacios públicos de formación y socialización política son un reservorio de tensiones éticas y por ende culturales. Una mirada

Por: Piedad Ortega Valencia
julio 09, 2019
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
De la convivencia universitaria
Foto: Pixabay

"Toda repulsión es, en su origen, repulsión al contacto" —Walter Benjamin.

Escribir sobre la convivencia es dar cuenta de la vida misma en las universidades. Es auscultar en sus entrañas, en sus tramas conflictivas y en sus tejidos vinculares. La convivencia habita en las narrativas éticas, políticas, estéticas y por ende pedagógicas que se producen para nombrar, comprender, tramitar, y transformar los conflictos. La convivencia es la piel de la corporeidad. Una corporeidad que se enlaza con los tiempos, espacios, acontecimientos y saberes que maestros y estudiantes tejen para otorgarle sentido a un proyecto formativo. La convivencia se viste con los rituales y rutinas cotidianas. La convivencia está presente en una nueva y necesaria forma de estar juntos.

Nombramos este estar juntos reescribiendo su anatomía y cartografía de conflictos que constituye la patria de lo humano, sus gestos, sus multitudes, sus tensiones, en suma, en su alteridad. Nuestros estudiantes son una presencia permanente en nosotros, nos hacen, nos duelen, nos viven, nos hablan y demandan todo el tiempo. Por ello recreamos una convivencia sostenida en lo heterogéneo. Una convivencia territorializada en múltiples espacios. Una convivencia donde podamos compartir una singularidad pluralizada. Es insignificante una convivencia que es solidaria con sus semejantes y agresiva con los diferentes.

Por ello las preguntas que vuelven, que regresan de otro modo:

¿Qué es lo viejo y lo nuevo en la convivencia universitaria?

¿Qué lenguajes tenemos para nombrar lo que acontece en la universidad, lo que nos afecta, lo que nos produce desasosiego y desamparo?

¿Por qué transitamos tan fácilmente de la convivencia a la seguridad?

¿Se ampliarán los diques, los alambrados, los muros, las fronteras y los dispositivos tecnológicos para expulsar aquel o aquella que altera, perturba y son visitantes y portadores de algo que no va con la normalidad de un tiempos y espacio universitario?

¿Cómo trabajar con la densidad de los conflictos que se despliegan por efectos de la violencia política y social?

¿Qué necesitamos regular?

¿De qué ética hablamos y para qué sujetos que posibiliten orientar procesos de regulación y de cuidados propios y colectivos?

¿Cuántas letras escarlatas se están empleando para nombrar los rostros del otro y de la otra que consideramos sospechoso por su diferencia, vulnerabilidad, su indigencia, su transgresión, por sus anomalías o irregularidades? ¿Quién es quién para colocar estas letras escarlatas?

¿Qué prescripciones entregan las siguientes formulaciones de políticas (1. Sistema nacional de convivencia escolar y formación para el ejercicio de los DD. HH., la educación para la sexualidad y la prevención y mitigación de la violencia escolar —Ley 16 20 de 2013—; 2. Nuevo código nacional de policía y convivencia; 3. Código de infancia y adolescencia; 4. la cátedra y los acuerdos de paz)?

¿Qué normatividades establecen los reglamentos estudiantiles y las oficinas de control disciplinario?

¿Desde dónde y cómo reconocernos desde la diferencia, una diferencia que habita en un nosotros colectivo?

¿Qué nuevos guantes compraremos en el mercado de la higienización moral para borrar lo que nos repugna?

Afirmamos entonces que las universidades como espacios públicos de formación y socialización política son un reservorio de tensiones éticas y por ende culturales en las que se ha instalado un clima de vigilancia y delación que ha socavado toda práctica de confianza. No hay confianza en la palabra del Otro. Es una convivencia llena de miedos y fantasmas. Una convivencia hecha de identidades cerradas y agresivas. Una convivencia hostil, lejana y huidiza.

Estas fotografías de la convivencia que ponen en escena la precariedad existencial, social, cultural y política en la que vivimos, hace resonancia en los modos como nos relacionamos con un “otro y una otra” que es diferente. La precariedad es la presencia cotidiana de la crueldad y el desprecio en todos sus repertorios y rituales, los cuales se reconocen en expresiones de hostilidad, indiferencia, explotación, y, en muchos casos, en la degradación y en la anulación de horizontes temporales, espaciales, laborales y existenciales para estudiantes, maestros, directivos y trabajadores que estamos en la universidad.

Existe hoy en las universidades y quiero hacer énfasis en las universidades públicas: la presencia de la letra escarlata de la estigmatización. Se han expedido manuales pedagógicos, construido declaraciones para la inclusión, elaborados decálogos del buen vivir, recetas sobre la dignificación de lo público, retocados manifiestos sobre la democracia, reeditadas cartas éticas, establecidos protocolos sobre violencias de género y, sobre todo, contamos con las advertencias premonitorias para garantizar los discursos y las prácticas de seguridad, y sin embargo va y viene la reedición de prácticas de racismos, xenofobias y fanatismos cubiertos de un neoconservadurismo cerrado, rígido y aséptico.

Estas marcas de la estigmatización operan bajo una lógica moralizante y como toda moral, de acuerdo a Joan Carles Mélich (2015) dicta imperativos y se mueve en un escenario simbólico que patologiza a todo aquel o aquella que rotulamos como peligroso, anormal y portador de riesgos.

La estigmatización es una política de desprecio y opera con estrategias de segregación, discriminación, humillación e higienización. Por ello cuando se materializan estas políticas se excluye, y la exclusión tiene dos dimensiones: la expulsión y la repulsión. Todo estigma empieza con la palabra “no soy yo, es el otro, o la otra”, le acompaña una mirada de asco y se expresa con gestos de repudio.

Es nuestra responsabilidad ocuparnos en la tramitación de un proyecto formativo que se pueda sostener en la construcción del vínculo social, que, de acuerdo con Cullen, “no es primariamente ni contractual ni virtual, es reconocimiento mutuo de dignidades, en el cuidado del otro en su singularidad material, psíquica, social y corporal (2004, p. 117). Qué bellos y necesarios ideales para una realidad que cada vez se caricaturiza cuando nos reconocemos en las condiciones tan precarias e inhóspitas que tenemos y se nos ofrecen para asumir este reto: formar nuevas generaciones de jóvenes en un mundo en el que se hace muy difícil sostener una autoridad porque nos habita el imperio de la impotencia, del miedo y de la resignación. A continuación, hacemos un mapeo de los siguientes conflictos:

Conflictos estructurales que son efectos de la violencia política, la violencia social, violencia sistémica, violencia simbólica, violencias soterradas: microtráfico de drogas al interior de los campus universitarios, manifestaciones de tropeles, violencias de género, acoso laboral, acoso sexual.

Conflictos existenciales que nos arropan con sus afectaciones psicosociales: Depresiones, crisis de ansiedad, trastornos de pánico, bipolaridad. Estudiantes desgarrados en su orfandad y atravesados por los consumos, las adicciones y los excesos.

Conflictos enraizados en desigualdades que se corporeizan en la desposesión de derechos, en la indignidad y en la precarización de las condiciones de trabajo universitario. Maestros, estudiantes y trabajadores marginados, desprotegidos, pobres, como también los hay, sobre todo los maestros de otras clases sociales, o que se “creen” que están ubicados en una escala social de mayor estrato.

Conflictos que se componen de problemáticas sociales que inexorablemente nos implican. Es la presencia de vida chuecas, de maestros y maestras bonsái. Misoginias, y actuaciones patriarcales. Vidas universitarias que habitan en la intemperie, en los márgenes, en la periferia.

Conflictos en torno a los desencuentros sobre los sentidos, perspectivas y saberes en relación con los proyectos formativos que se les ofrece a generaciones de estudiantes.

Conflictos en los modos paradojales de habitar la universidad. Tenemos una universidad sin espacios y sin tiempos para la conversación, la cultura, el ocio. Una universidad que se nombra desde la desilusión, el fracaso y la frustración. Cobra pertinencia este libro “adultos en crisis y jóvenes a la deriva”.

Conflictos que se tejen a partir de las fracturas en la responsabilidad pedagógica del maestro. De productores de saberes, trabajadores de la cultura e intelectuales en acción política, hoy se encuentran en otro trazado que establece su trabajo como técnicos, operadores de manuales, aplicador de formatos, expertos en gestión, emprendedores de competencias y líderes de apoyo.

Conflictos de gobernabilidad que se expresan en la deslegitimación de actuaciones y políticas entre las direcciones universitarias y los sindicatos, colectivos, parches, plataformas estudiantiles y de egresados. Vemos como el desacuerdo se asume como enemistad.

Conflictos que responden a lo existente de una educación de galpón en las universidades.

Conflictos instalados en la epidermis inmunológica de amigos o enemigos.

Conflictos situados en comunidades de maestros fragmentados, rivalizados y narcisistas donde prevalece la figura del llanero (a) solitario (a).

Conflictos en interacciones autoritarias, ambiguas, pusilánimes y leseferistas que no permiten dar legitimidad a la norma.

Conflictos en semblantes de directivos agotados por la producción de rendimientos ante la demanda de prescripciones de calidad y excelencia en la gestión académica y administrativa. Semblantes que no son consistencia de autoridad.

Conflictos localizados en esta sociedad amnésica, afásica, anestesiada y aséptica.

Conflictos asociados a la subjetividad de esta época (la rabia, el dolor, el odio, la indignación, la venganza).

Conflictos que se suman a los tuyos. Conflictos que hay que explorar en mapas, fotografías narraciones. Conflictos que se mueven en espirales, en dominios, en topografías. Conflictos para profundizar, conflictos que nos afectan y nos interroga ¿qué hacer con ellos?

Nos quedan, más que respuestas, otras preguntas, necesarias preguntas:

¿Qué sostiene el maestro y la maestra hoy en las universidades?

¿Desde dónde y cómo leer los mundos de nuestros estudiantes, sus problemáticas y potencialidades, sus trayectorias de vida y sus no lugares para vivir dignamente?

¿Qué regulaciones construir para posibilitar modos de vida universitaria más fraternos, serenos, con establecimiento de límites y cuidadosos de sí y del otro?

¿Cómo reconocernos desde estos dos lugares: la autoridad para formar y el deseo de aprender?

¿Qué decimos de las rutinas que se nos pegan, de los cansancios acumulados, de esta servidumbre que llevamos a cuestas, de la ausencia de conversación, al decir de Skliar (2009), del agotamiento de la palabra —nuestra palabra—, cansada de no encontrar una interlocución que le devuelva la confianza al estar juntos?

¿Cómo resistir a tanta indiferencia de los unos y los otros, de nosotros y de ellos, de aquellos a quienes ni le sabemos el nombre?

Indiferencia que nos desvincula, que desgarra cualquier posibilidad de apuesta por una universidad vinculante.

Es deseable una convivencia que pueda habitar en la diferencia, para permitirnos vincular(nos), implicar(nos), en suma, compartir una existencia —no exenta de conflictos—. Una convivencia caleidoscópica con la diversidad de nuestros rostros donde sea posible el hermanamiento en la palabra, en el gesto y en la acción.

Para finalizar hace falta plantear que la convivencia se sitúa en la política de lo colectivo, construye unos posicionamientos éticos y actúa desde una pedagogía de lo sensible.

Necesitamos un diálogo desde múltiples orillas (en sus configuraciones etáreas, generacionales, étnicas, de género, diversidad sexual, de actuaciones: la del estudiante, los maestros, los directivos, los funcionarios, los coordinadores de programas/proyectos/oficinas de convivencia) con nuevas respiraciones, ritmos, tonalidades y texturas donde recuperemos la palabra del maestro y la maestra. Una palabra deliberante y protectora. Palabras que respondan y decidan. Palabras cuidadosas y acogedoras. Palabras serenas para poder estar juntos.

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