"¿De dónde son tus zapatos?". "Los traje de Miami". "Mentira, mentira, son jazz". Así sonaba el jingle de una marca de zapatos colombianos, tan buenos que parecían traídos de Estados Unidos. En los ochenta y noventa, Miami era la aspiración, el sueño. Nada sabía tan bien como los chocolates Hershey's o las papas Pringles, que alguna tía afortunada traía de regalo de la tierra prometida. Y fue con la promesa de volvernos como ellos que se vendió la apertura económica de Gaviria: Bogotá será como Miami, y podremos comer todas las Pringles que queramos.
"Así lo hacen en Estados Unidos", eso era argumento suficiente para dar peso a una política pública; y la palabra del embajador Myles Frechette valía más que la de un gobernador o alcalde criollo (meros colombianos, al fin y al cabo). Y este modelo, este padre y patrón a imitar, servía y sirve aún para ahorrarnos la tarea de pensar por cuenta propia. Y así adoptamos acríticamente muchas de las ideas del país que difundió muchas de las peores ideas del siglo XX: la guerra contra las drogas, el evangelio de la prosperidad, el modelo de ciudad centrado en el automóvil, la privatización de servicios públicos esenciales. Queríamos ser como Estados Unidos.
Pues bien, resulta que Estados Unidos no es ninguna ciudad brillante sobre una colina: en contra de la tendencia del progreso, los gringos se están muriendo cada vez más jóvenes; y cada vez se mueren más de tristeza: suicidio, adicción a opioides, violencia doméstica. Estados Unidos tiene la población carcelaria más grande del mundo, tanto en números absolutos como relativos (y los presos que allí habitan, desproporcionadamente negros y latinos, son testimonio del racismo sistémico que ha oprimido sus comunidades durante muchas décadas); ha sido uno de los países que peor ha manejado la pandemia; y durante varias décadas ha liderado al mundo en tiroteos escolares (esta última tendencia ha bajado, debido a la dificultad que presenta matar gente por videoconferencia).
Lo que se vio el 6 de enero no es una aberración, sino consecuencia natural de un país profundamente enfermo: racista, enajenado, violento, ignorante, arrogante, desprendido de la realidad. ¿En verdad queremos ser como Estados Unidos? ¿Qué hemos ganado siguiendo sus consejos, excepto destruir la vida de nuestras selvas y campesinos con glifosato; malvender nuestros recursos naturales, robándole el agua a nuestros nietos; y acabar con los zapatos Jazz y con buena parte de la industria nacional (calzado, textiles, juguetería)?
Al imperio estadounidense le quedan algunas décadas de poder fáctico, de poder militar y económico, pero está muerto espiritualmente. Sus últimas intervenciones en la escena internacional consisten en desastres humanitarios en todo el medio oriente acompañados del uso indiscriminado de la tortura y el asesinato político; en estropear un pacto multilateral para controlar la proliferación de armas nucleares; en negarse a ratificar los protocolos de Kyoto para proteger el medio ambiente; y en ayudar a ascender al poder a fanáticos autoritarios en países latinoamericanos, desbancando a gobernantes que habían logrado combatir efectivamente la pobreza. Lula sacó a veinte millones de personas de la pobreza en Brasil (según estándares del Banco Mundial); y Evo mejoró tanto la vida de los bolivianos pobres que la talla promedio del boliviano (producto de la buena alimentación) había aumentado durante su gobierno.
En las películas, la cosa es bien diferente: en las películas, los estadounidenses salvan al mundo de los malos, sirviéndose de un impecable norte moral y de un heroísmo apuesto. La verdad es que las papas Pringles empiezan a cansar después de que uno ha comido como cuatro; y que los chocolates Hershey's tienen un regusto como a queso rancio, como a vómito. Que sea esta una oportunidad para que los colombianos desechemos nuestros viejos ídolos, y comencemos a pensar por nosotros mismos.