Crónica de un hombre que no sabe cómo hablar de lo que le preocupa

Crónica de un hombre que no sabe cómo hablar de lo que le preocupa

"Escribir este artículo se ha convertido en una experiencia completa, porque no solo me ha implicado cambiar de opinión, sino también repensar lo que soy y cómo soy"

Por: Paulo A. Cañón Clavijo
junio 08, 2021
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Crónica de un hombre que no sabe cómo hablar de lo que le preocupa
Foto: Pixabay

Esto iba a ser un artículo sobre discusiones de género. En su momento, sentí que empezó bien y alcancé a completar una página larga con rodeos y falacias para hablar del asunto. Estaba muy seguro de que algo tenía que añadir al tema, y que mis preocupaciones —la misandria, los discursos de odio, las luchas de género— iban a ser suficientes no solo para llenar el texto, sino también para hacerlo con claridad y pertinencia. Afortunadamente, y gracias a que tengo personas bondadosas que saben decirme cuándo estoy diciendo tonterías, me di cuenta de que el artículo iba por mal camino.

Vine a la hoja en blanco varias veces: las primeras, lo hacía muy convencido de que entendía de qué estaba hablando, y que en medio de todas las polémicas en torno a las discusiones de género, podía moverme con libertad por el debate y explicarme de maravilla. Después, a medida que hallé fuentes y conversaciones, las frases perdieron brillo, y lo que en su momento me pareció un humilde aporte por mejorar las cosas entre los géneros, se convirtió en una acumulación de ideas sueltas que no conectaban unas con otras. Ya por último, hace tan solo unos días, vine a ver mi texto y lo único que encontré fueron motivos para reírme de lo que había escrito a comienzos de mayo.

Así que ahora, cuando leo todo de nuevo y borro lo que no me gustó, he vuelto al lugar en el que empecé; bueno, realmente no. Mis preocupaciones son las mismas, pero mis ideas no lo son. Estoy convencido de que cambiar de opinión es una de las condiciones fundamentales de un pensamiento saludable. No hay nada que apriete tanto como una idea equivocada que debe ser sostenida por el mero hecho de mantenerse coherente. Como alguna vez dijo Konrad Adenauer, “No hace falta defender siempre la misma opinión porque nadie puede impedir volverse más sabio”.

Hoy sé, por ejemplo, que estaba equivocado en muchas de las concepciones e ideas que tenía en torno al género, el feminismo y la inequidad. Lo que a inicios de mes parecía una certeza, se fue diluyendo a medida que entré en las lecturas de mujeres admirables como Rebecca Solnit o Chimamanda Ngozi Adichie. En ese punto, ya tenía algo en común con Miguel Bosé cuando empezó a hablar sobre el COVID-19 y las vacunas: ambos estábamos equivocados y convencidos de que teníamos toda la razón. Por fortuna, las lecturas, el contacto con el mundo y la presencia de mujeres maravillosas en mi vida fueron suficientes para abrirme a cambiar de opinión. Así que me dediqué a buscar darle a mis pasos la dirección adecuada, y entonces pude ver que el problema de mi artículo era muchísimo más profundo de lo que pensaba, y que no bastaba con repetir los lugares comunes para opinar de un tema tan inmenso como las discusiones de género.

Así iba yo: a trompicones con mi percepción del mundo y también dándome cuenta de que todo cuanto parecía cierto, lo parecía únicamente por el hecho de que mi perspectiva estaba sesgada y que, a la menor amenaza de sus cimientos, lo mejor era defenderla en lugar de desafiarla. A medida que pasaba las páginas por los ensayos y entrevistas, tuve la sensación de que estaba desarmando una pared, quitando ladrillos uno a uno, para poder ver un horizonte que tenía obstaculizado.

De algún modo, escribir este artículo se ha convertido en una experiencia completa, a nivel literario y personal, porque no solo me ha implicado cambiar de opinión, sino también repensar lo que soy y cómo soy. Es la demostración de algo obvio, pero difícil de ver: el debate sobre las discusiones de género es muy amplio y no basta únicamente con querer hablar de él, sino que también es necesario abordarlo con la mente abierta, dispuestos a dejar a un lado los prejuicios y a soltar las viejas y pesadas amarras de nuestras ideas obsoletas.

Llegado a los primeros días de junio, estoy convencido de que al artículo original le hacían falta muchas cosas, entre ellas argumentos, sustento y, sobre todo, empatía. A fin de cuentas, creo que una de las razones para el cambio de opinión fue la posibilidad de pensar en otras personas —en las mujeres, particularmente— y en los diferentes problemas y desafíos que tienen día a día a la hora de relacionarse con el mundo. Salir de mi perspectiva, involucrándome en una ajena y con condiciones distintas a las mías, fue un factor determinante para no quedarme estancado en el inmenso egocentrismo de creer que la razón está únicamente en cómo yo percibo algo, anulando todo lo demás.

Sé que aún falta mucho para que yo hable adecuadamente de aquello que me preocupa, pero tengo la seguridad de que escribir estas páginas fue un primer paso importante para hacerlo. En este punto, las discusiones de género me parecen un terreno importantísimo y relegado, mucho más cercano a polémicas en redes sociales que a las conversaciones del día a día, que es donde creo que ocurren los cambios importantes. Y sin embargo, escribo sobre lo que no fue, para explicar por qué no fue y que alguien, ojalá, vea lo que desde un principio no vi: que cambiar de opinión puede ser un gran avance para hacer del mundo un lugar más justo o, al menos, más comprensivo para con las perspectivas de los demás.

* Publicado en la Revista Katabasis.

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