Cristo y San Ignacio
Opinión

Cristo y San Ignacio

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agosto 01, 2014
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Los designios sonoros en el Caribe colombiano los cargamos a cuesta como un caparazón inmenso que cubre a todo un corazón para amar al universo. Una especie de armadillo que se protege contra las inclemencias de la maldad, pero que si hurgamos más adentro, encontraremos toda una inmensidad de bondad y alegría bombeando sangre nueva por todo el continente que nos puebla el alma.

Los designios sonoros también van cargados en los nombres que nuestros padres eligen para acertar o no con la configuración de la personalidad que formamos a punta de tierra, lluvia y sol y otras veces, son el recurso nimio del santoral que coincida con el día del nacimiento o del bautismo católico que tanto nos entalla lo corpóreo.

Si yo me llamo Cristo y además me subsidian un Rafael, llevo la doble carga de salvador, mesías, místico y arcángel sanador.

Si yo me llamo Ignacio (a secas creo), cargo al guerrero que a los 30 años se retira de la milicia luego de resistir en Pamplona (España) ante el asedio de los franco–navarros y caer herido con las dos piernas destrozadas; para luego convaleciente, entregarse a Dios, gracias a la lectura prolija de La vida de Cristo, del cartujo Ludolfo de Sajonia, y el Flos Sanctorum.

En consecuencia, Cristo Rafael implica carácter y compromiso. Mientras que Ignacio designa resolución y transformación. El primero “lleva a Cristo consigo”. El segundo, “el que es ardiente”. No sé si esas definiciones locas sacadas de una web también más loca puedan servir de algo.

El rodeo innecesario por los vericuetos de la significancia de los nombres y el carácter que supuestamente se transmite a quienes lo cargan, me conducen a un solo sitio esta vez: Cristo e Ignacio. Habitantes del continente de la palabra escrita y soldados de la poesía que todo lo cura.

Uno es el Prometeo judío y el otro, su seguidor castellano que se lanza en cruzada iracunda contra quienes no habitan en la vida cristiana. Es decir, una especie de legado histórico entramado por los hilos de la fe ciega que todo lo mueve, hasta las montañas de la duda.

Cristo e Ignacio son dos en uno. Difícil definirlos así. Siameses del ritmo enconado de los versos arrancados a las horas más difíciles de la vida, aquellas que quisiéramos para nosotros mismos pero que en vencida mezquindad, compartimos con el resto del mundo con los dientes apretados y las úlceras pospuestas para cuando el grito insondable nos devore al silencio.

Cristo e Ignacio los conocí por caminos separados, pero como en la metáfora extensa de Carroll con su Alicia de siempre, un gato juguetón y sonriente me los mostró en el mismo camino: el tránsito por la poesía sucia de barro, con olor a níspero maduro que abraza al suelo y en medio de una fiesta de compadres que se burlan de todos los sacramentos impuestos.

A estas alturas de las líneas y después de hacer cara de extrañeza —si siguió leyendo hasta aquí— porque lo leído quizás no se le parezca algo lógico (el mundo no siempre responde a lo lógico); esto es una sincera y querida manifestación del afecto cómplice que la poesía engendra entre los hombres.

Dos Poetas mayores que me llevan una ventaja en el largo camino de mulas por el que transitamos en este país de carroñeros. Dos poetas de la terra nostra que se saltaron los matorrales de la frontera invisible a punta de laboriosidad y empeño. Dos poetas que nos devuelven las ganas de vivir en medio de este mar de tumbas grises en los que nos hemos convertido por culpa del miedo a ser humanos felices.

Si me llamo Cristo Rafael y abrí los ojos al mundo en un Chochó inmenso (cerca de Sincelejo), ya era una carga terrenal que había que hacer fiesta con la vida y la poesía; colmada de lunas de mamá y de patios misteriosos cortados con cuchillos de esa misma luna.

Si me llamo Ignacio y parpadeé por vez primera a la orilla del Pechelín de la infancia en un Caracol extraviado del mar (cerca de Sincelejo), necesariamente debía buscar por el largo camino de la poesía bien escrita y precisa en lo artesanal y única, un lugar cerca del mar para ver partir los barcos hacia la Atlántida imaginada.

Coda: Estos dos Poetas Mayores de mi Caribe mágico y de mi Sucre (Sufre) desterrado de la esperanza, Cristo García e Ignacio Verbel, no aparecen en Arcadia, tampoco en El Malpensante, pero si en El Espectador y El Universal, no los edita Anagrama ni FCE, ni Planeta, ni Alfaguara, pero si Silvio Severiche y en algunas veces El Meridiano y el Círculo de Estudios Héctor Rojas Herazo. No se venden en la librería Panamericana ni en La Nacional. No importa. Los quiero así. Los queremos así. Algún día seremos barco, capitán y mar de nuestros propios sueños.

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