Contra el Estado-Nación
Opinión

Contra el Estado-Nación

Por:
diciembre 03, 2013
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Declaro la muerte más cercana o más lejana de los estados-nación. No sé si en cien, doscientos o mil años. Ojalá sea mucho antes.

Pongo como ejemplo la inutilidad del Estado con el caso que más conozco, que es por supuesto, el de mi país.

Hay gente que en Colombia ha sobrevivido y aprendido de todo tipo de desastres, sobre todo los que el senador Jorge Enrique Robledo llama desastres sociales, sin intervención estatal y a veces, a pesar del Estado.

Colombianos y colombianas  se sobreponen de quiebras en sus empresas, se sobreponen del desempleo en que quedan cuando los llamados ajustes de la macroeconomía les dejan en la call durante meses; se sobreponen a enfermedades solitos o con remedios caseros y autorrecetados, porque la cita en las EPS nunca llegó.

Arman intercambios y trueques cuando el dinero no circula, se vuelven anfibios cuando su territorio se inunda durante meses cada año, aprenden a rebuscar en la ciudad cuando actores armados les han arrebatado las tierras y el sosiego. Siembran y guardan los mejores productos para semilla, aunque las transnacionales y su socios estatales les digan que la semilla es ilegal, intercambian semillas, las aclimatan y mejoran sus dietas.

Cuentan las historias de amor y desamor, de los dilemas de la humanidad, creando canciones, obras de teatro, números de malabarismo y los presentan en calles, en teatros y hasta en realities, o donde les permitan presentarse. Comunican las historias en radiocicletas, en burrozas, en grafitis, en las redes sociales, en pasquines, radios y canales comunitarias.

Se inventan maneras de construir conocimientos y transmitir enseñanzas a las generaciones nuevas, aunque nunca haya habido escuela ni intención de llegar de ninguna secretaría de educación.

Se inventan métodos de construcción, aunque no haya llegado ningún instituto de vivienda, ni constructora, ni secretaría de planeación. Trazan y construyen calles, veredas, carreteras, jardines, canchas de fútbol.

En cualquier esquina, potrero o lote, hay grupos de niños (a veces también de niñas) y de jóvenes jugando fútbol, béisbol, escondite, o alguna adaptación de estos juegos que impliquen brincar, correr, reír, hermanarse por un rato. He asistido conmovida al espectáculo de niños y niñas que juegan en albergues temporales después de una masacre o un desplazamiento por otra causa.

Cada comunidad se inventa una noción de seguridad y la defiende, sea con bastones de mando, como la Guardia Indígena, chasquis o mensajeros, o con señales propias, como colocar trapos de colores en las ventanas, tensar cuerdas entre una casa y otra, colocar sirenas, hasta sofisticados equipos de comunicación, muros, alarmas, cercas eléctricas, perros bravos y los temidos ejércitos privados.

En cada rincón del planeta hay comunidades y grupos que se inventan maneras de vivir, sobrevivir y convivir.

Por eso, me atrevo a afirmar que el Estado-Nación no ha sido un invento exitoso. No logra representar los anhelos de los y las ciudadanas que lo conforman, no logra redistribuir la riqueza y los bienes, no logra monopolizar y hacer un uso de la fuerza sabio y racional, no logra administrar justicia, no logra hacer partícipes a las personas en la construcción de las reglas de juego que les lleven a ser más felices y cuando hay reglas de juego, no logra hacerlas circular entre la ciudadanía y no logra hacerlas cumplir.

No es capaz de solucionar los asuntos importantes de la vida: no resuelve los asuntos locales: los de sobrevivencia, identidad, vecindad, amistad, el cuidado de la vida… Tampoco puede enfrentar los retos globales, como el calentamiento del planeta y la devastación, como los equilibrios entre los ecosistemas y los agrupamientos humanos, entre avances tecnológicos y avances en las relaciones afectivas… La felicidad no discurre por la agenda ni la composición de los estados.

Hay algunos avances de los estados modernos, como los de fronteras y símbolos patrios, que se han vuelto verdaderas barreras artificiales que dividen a la gente y la ponen a odiar a otras personas que jamás han conocido y hasta a matarlas o justificar su muerte y sin embargo, poco tienen que ver en realidad con la vida, que no se fragmenta, con el sol, que sigue alumbrando el planeta o con los ríos, que recorren territorios y fertilizan la tierra o la inundan sin importar las banderas o los límites de los mapas.

Parece que es mucho más sensible y pertinente hacerse a una matria, noción que nos vincula con un planeta para alimentar y acunar la vida, para hermanarnos con las demás especies, para trazar cartografías de amor y no de guerra, que pelear por una patria, noción que invita a morir y matar por ella, a defender intereses lejanos, a costa de sacrificios de lo más cercano e íntimo.

Parece que las comunidades y las redes son formas mucho más efectivas para tramitar los asuntos de la vida. Que los grupos pequeños son mejores espacios para trazar de manera más incluyente y participativa sus rumbos y mantenerse conectados no solo entre sí, sino con el entorno que los acoge. También parece que es más fácil sentirse nación entre colectivos que aunque dispersos en el espacio, comparten aspectos de cosmovisión, como las ecoaldeas o los pueblos indígenas o afrodescendientes del planeta, que comparten más cosas entre sí que con las élites de cada país.

Por eso a muchos grupos humanos les molestan o simplemente no les importan los asuntos estatales o el poder político que se enquista en los escenarios nacionales y regionales. Por eso mucha gente no vota, no participa en partidos, ni cree en la representatividad de estos espacios. Me encuentro a cientos de personas que dicen que de cualquier manera, llegue quien llegue a ocupar esos lugares, el sistema se sigue reproduciendo y sobre todo, que gobierne quien gobierne el estado, a la gente le toca levantarse cada día a autogestionar su felicidad: a parir, a maternar y paternar, a construir sus nidos, a cuidar de su salud y la de sus enfermos, a producir, a intercambiar bienes y servicios, a comer, a amarse y desamarse, a relacionarse con las demás personas y los demás seres, a comunicarse, a poetizar la vida, a sanar las cicatrices y las mil cosas de las que se compone la vida y que el Estado-Nación, a pesar de su pretensión de ser una forma de organización universalmente útil, no ha podido resolver.

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