Colombia y su delirio infantil

Colombia y su delirio infantil

Nuestro país se parece más a una enorme guardería que a una sociedad madura. No es difícil darse cuenta

Por: Fabian Camilo Doncel
enero 21, 2019
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Colombia y su delirio infantil

Basta con ver un poco de televisión, leer un periódico y pasar la vista por las redes sociales para comprender el delirio infantil que gobierna los corazones de los colombianos. Las redes sociales son, en la actualidad, el megáfono por el cual montones de personas dan rienda suelta a sus pasiones más bajas, todo bajo la protección y el amparo impersonal del espectro radioeléctrico que les permite tener voz, pero no oídos. Zygmunt Bauman denunciaba que esa zona de confort (las redes sociales) limitaba la interacción razonable del diálogo entre individuos del entorno cotidiano al trasladarlos a un ambiente artificial que saturaba la razón haciéndolos más distantes, más solos y autocomplacientes mientras su realidad se va cayendo a pedazos.

Uno se pregunta qué otra reacción se puede tener en un país obsesionado por mantener su condición exclusiva de paraíso macondiano, donde el gobierno nacional pide la intervención de Dios contra la dictadura del país vecino mientras aquí se acaba la tierra para tanto muerto que produce la dictadura local; donde el mérito y la preparación educativa son los mayores obstáculos para ocupar un cargo público; donde la descarada ineficiencia y corrupción se resuelve con cadenas de oración y toneladas ingentes de fe; donde los entes investigadores responden “si hay que investigar, se investiga” pero nunca lo hacen; donde las mujeres maltratadas defienden a sus agresores; donde miles de personas salen a protestar por las injusticias pero la prensa informa que apenas fueron un puñado, y donde el ciudadano de a pie se engancha en discusiones virtuales con ciudadanos igualmente virtuales que bien podrían ser nada más que un grupo de adolescentes ganándose el pan de cada día frente a una pantalla de computador o pasando el tiempo libre.

Estos hechos que apenas resumen un veinte por ciento de las noticias que cultiva nuestra inverosímil patria del café en tres semanas del 2019 explican por sí mismas nuestra condición de niños berrinchudos, condición triste que hemos adquirido después de ver durante tantos años “El llanto y la miseria abajo, y en la eminencia el deshonor y el crimen” como dijo Flórez.

Estaba escribiendo este artículo cuando pasaron la noticia del atentado terrorista a la Escuela General Santander de la ciudad de Bogotá. Un acto a todas luces reprochable que cercena las vidas 21 personas y deja más de ochenta heridos. La reacción natural de un ser humano común y corriente es la condena al unísono de todo tipo de hechos de este calibre, mientras la otra parte —en un paralelismo siniestro— explota los sentimientos bajos de la población que se debate entre creer en la conspiración pérfida de todos o cada uno de los puntos cardinales de la arena política y el llamado a la unidad para enfrentar a ese monstruo invisible, imposible de señalar porque el miedo paradójicamente desvanece las fronteras sociales y también las perfila mejor. El estado de la nación vuelve a caer y se hunde en una resaca de desesperanza difícil de superar cuando el principal ente investigador se encuentra en el ojo del huracán con niveles de aceptación tan bajos que cualquier silencio o anuncio oficial es controvertido o respaldado por un ejército de soldados etéreos que haría palidecer al más experto general del mundo antiguo.

Se sabe que deben pasar varias generaciones para que el juicio de los tiempos pasados logre tener un rasero capaz de determinar, con cierto porcentaje de éxito, los cursos de la nación y las consecuencias de sus resultados según los gobiernos de turno y los procesos sociales que los acompañan. La Colombia actual tiene el peso de la guerra y la violencia cincelado en los corazones junto con el dolor, el miedo y la inclinación febril por seguir en una confrontación inhumana entre bandos cuya sangre hierve todavía ante la cercanía inminente de convertirse en un organismo anacrónico aferrado, con brazos y pies, para no bajarse del tren de la historia como ese hombre que lamenta reconocer que la vida no es más que dos estaciones dónde subimos al bus con alegría, pero bajamos lamentando el recorrido porque hemos llegado tarde.

Así seguimos viviendo en una época en la que pensamos que somos escuchados y damos lecciones de vida a un público inexistente y predeterminado, porque en esta guardería cada uno hace lo que le viene en gana y porque es más fácil pensar que se está en lo correcto cuando puedo elegir el grupo social que más me conviene, que coincide conmigo y que está de acuerdo con mis percepciones sobre la vida, pero al desconectarme me encuentro que, en la vida real, no puedo elegir a la sociedad, sino que fuimos todos depositados en la misma canasta donde cualquier cosa que yo haga o diga tiene un efecto positivo o negativo en mi prójimo y por esa sencilla razón lamentamos que los caminos de la violencia quieran volver a la cotidianidad mientras seguimos testarudamente en nuestro delirio patrio.

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