Carta de la esposa de un sacerdote

Carta de la esposa de un sacerdote

Su vida se vino abajo desde el momento en el que se retiró de la iglesia y contrajo matrimonio civil con la mujer que amaba

Por: Laura Sierra
abril 10, 2017
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Carta de la esposa de un sacerdote

Es un hecho que la iglesia católica se ve frecuentemente involucrada en todo tipo de escándalos. Estos van desde pedofilia hasta acusaciones provenientes de las parejas de los sacerdotes, recordemos al padre Elías. Clérigos involucrados con la mafia, el narcotráfico, corrupción, escándalos sexuales, lobby gay, sumados a un sin número de problemas, le quitan el sueño al señor Arzobispo de Medellín —quien se ha convertido en un verdadero padre para el protagonista de nuestra historia—.

Hace algunos meses fue un gran revuelo para la iglesia católica en Medellín la noticia del retiro de un sacerdote, “el de las pildoritas”. Él, un joven muy querido por la comunidad, con muchos amigos, un prominente futuro dentro de la iglesia, con muchas cualidades pastorales, sentía que su futuro estaba en otro lugar. En su corazón vivía el anhelo de conformar una familia al lado de la mujer que amaba.

Su vida se vino abajo desde el momento en el que se retiró de la iglesia y contrajo matrimonio civil con la mujer que amaba. Aunque no fueron sorpresa las dificultades que le esperaban —conseguir vivienda y trabajo digno, tolerar los comentarios, entre otros—, resultó insospechada la cantidad de odio, violencia, juicios e insultos que recibiría.

Feligreses, sacerdotes, amigos, su padrino de ordenación e incluso sus padres han llegado a repudiarlo. De hecho, un antiguo feligrés lo condenó hace poco a “la última paila del infierno”.  Su transición a la vida laical ha sido bastante difícil, ya que ha sido condenado al ostracismo en todos los ámbitos de la vida social.

Dirán los católicos hipócritas frente a la decisión que tomó nuestro sacerdote que “no les gusta la tibieza espiritual” y que “el pecador debe pagar por sus pecados”. No obstante, estos comentarios llenos de odio y fundamentalismo olvidan el pilar esencial del catolicismo: la misericordia. Además, son ajenos a la doctrina que el papa Francisco trata de diseminar por el mundo, una enseñanza que tiene por centro el perdón, la misericordia y la humanidad; una refrescante resurrección de las enseñanzas de Jesús.

La doble moral radica en predicar, pero no actuar. Es por eso que puedo decir que hay más tibieza espiritual en los que son incapaces de mirar al prójimo con misericordia. Los más tibios son quienes se creen jueces, y aunque es más fácil juzgar que perdonar, no podemos olvidar que “con la vara que midas, serás medido”.

Mientras que un ex sacerdote que es fiel con sus principios y se niega a vivir una doble vida, a ejercer su ministerio de manera hipócrita, a predicar y no actuar, es tratado como delincuente y se le condena a ser un paria —no puede acceder a un trabajo, ni a una beca, ni a nada por el peso de la condena social—, tal como si fuera un leproso; parece preferible un clérigo acusado de pedofilia, quien muchas veces se les convierte en “víctima de una persecución en contra de la fe, la moral, la religión y las buenas costumbres”.

Yo, la esposa de ese sacerdote que valientemente dejó todo por su amor a mí, a Dios y a la iglesia misma, y que he tenido que experimentar en carne propia la condena injustificada a la que me referí anteriormente, hago un llamado a aquellas personas “moralmente superiores”, que van a misa, pero que de principios católicos no conocen, con corazones de piedra, lenguas ponzoñosas y disposición para hacer daño en nombre de Dios, a que en esta semana santa —la fiesta católica por excelencia— incluyan la misericordia en sus vidas, recuerden las enseñanzas de la fe que profesan y se dejen de hipocresías, pues de nada sirve la vigilia cuando nos damos un festín en el dolor del prójimo.

Estamos en cuaresma, por eso llamo a la reflexión acerca de nuestra vida. De la forma en que nos relacionamos con la creación de Dios, desde nuestro medio ambiente hasta nosotros mismos, pensemos en la falta de misericordia con la que vivimos. Hagamos algo por ser mejores, para que la llama del amor de Dios ablande los corazones, suavice las lenguas y haga que nuestras acciones sean una alabanza a Él, amando al prójimo como nos amamos a nosotros mismos.

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