Carlos Vives: parranda desde una buhardilla parisina

Carlos Vives: parranda desde una buhardilla parisina

El cantante samario se presentará por primera vez en la capital francesa el próximo 26 de junio

Por: Andrés Del Castillo
junio 21, 2016
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Carlos Vives: parranda desde una buhardilla parisina

Comenzaba a decaer el verano en el hemisferio norte, cuando desde Bogotá --la ciudad del perenne otoño-- yo empacaba mis motetes en el frío cuarto de mi despedida, acompañado por una canción al fondo cuyo coro repetía: “te traje mujer bonita una maleta de sueños, un manojo de caricias y el cansancio de mi cuerpo, te traje una semillita para que riegues tu suelo, una pulsera guajira con tu nombre de recuerdo” del El Rock de mi Pueblo (2004), último disco de Carlos Vives en la era dorada de las disqueras.

Carlos Vives acababa de regresar a la vida artística, esta vez como independiente, con el disco Clásicos de la Provincia II (2009). Yo viajaba rumbo a la ciudad luz, donde su música sería la banda sonora de mi estadía.

En la sequía musical de comienzos de milenio, las cabezas de músicos rodaron como durante la revolución francesa debido al reajuste de la industria. Para esa época, géneros como el reguetón surgieron como fenómeno necesario para minimizar costos de producción. Carlos Vives y la Provincia no fueron la excepción a la guillotina.

Para los admiradores de su música, el solo consuelo consistió explorar en las lejanas pistas de sus discos y canciones menos sonadas, como soporífero de la ausencia frente a la amenaza una muerte artística prematura.

Es así cuando empezamos a descifrar, en el taller de la lejanía, los pergaminos del Melquiades contemporáneo, aquellos discos antiguos que contenían las claves y sonidos experimentales y futuristas poco entendidos en su momento, que anticipaban una lectura hacia lo que fue y lo que debió ser.

Por eso el disco Tengo Fe (1997) se convirtió en aquel abanderado de la soledad del estudiante colombiano en Europa.

El verso “yo quiero vivir aquí en esta tierra sagrada, volver a nacer allí en esa tierra olvidada”, cobraba más sentido bajo la inverosímil mirada de los ojos gigantes formados por los arcos de los puentes y la orillas de los quais de la Seine (muelles del rio sena), que presenciaban unas turbadas charlas entre la pobreza y los anhelos, entre el querer y el no querer ser.

Eso lo vine a comprender en la primavera siguiente cuando en las noches inundadas de vino tinto, cerveza 33 y vodka de checa azul, escuchábamos con mis amigos colombianos Que diera, una composición en forma de carta enviada a un amor lejano, y cuyo destinatario para ese momento era un apartamento en el número 48 de la Rue de Bergers, al suroeste de París.

El retorno

Tiempo atrás, bajo el sigilo de las sombras alargadas del otoño, cuando tomé por primera vez el tren en un trayecto entre Rambouillet y París, pasando por pequeños pueblos, escuchaba en mi mp3 con una sonrisa dificil de ocultar “(...) y el pistin recanta al viento anunciando la llegada, se despeja la nevada y eso me da sentimiento, se llevó las malas horas el tren de los buenos tiempos” imaginando que aquel tren era uno de aquellos buses thermokings de Berlinas, Coopetran o Brasilia, en el momento en que empezaba a oler a sal y humedad desde donde se vislumbraba plantaciones de banano perdidos en el horizonte con la cabal esperanza de ver pronto el mar caribe y el cielo azul cerúleo, con tenues blancas línea trazadas por la brisa.

Aquel recorrido entre los pueblos de la zona bananera, hasta llegar a la “Ye” de Cienaga, y al peaje donde las galletas griegas se volvían la primera prueba tangible de lo que muchos llaman “el regreso”.

En este caso el tren llegaba a la estación Montparnasse, donde me tentaba el olor a galleta griega de los crêpes de bretaña, y el estomago rugía de hambre frente a los cafés con terraza de sillas de mimbre que le dan el frente a la calle y no a la mesa: “al fin los tiempos modernos, comentaban las señoras, como los que hay en Europa, a la que tanto se añora”, pensaba.

Se viene a mi mente en las fiestas de mansarda, el olor a tabaco húmedo, el aliento ácido y los dientes morados, por causa del vino beaujolais, de los compañeros de parranda brasileños, españoles, italianos y parisinos con aire de Manu Chao. Recuerdo cantar la tierra del olvido como se cantan los himnos, abrazados y con los ojos cerrados hasta que el estupor de la puerta sonaba anunciando la llegada de la policía.

En un intercambio cultural entre chirigotas gaditanas y versos vallenatos, descubrimos que Santa Marta fue por mucho tiempo la capital de La Nueva Andalucía y que existen versiones  sevillanas de las canciones de Carlos Vives, como “ese beso de tu boca que me sabe a fruta fresca” y que lo que ellos llaman de palos del flamenco, es para nosotros los aires del vallenato.

La lejanía

Uno de los distractores de la memoria consiste en reconstruir la realidad que nos es lejana en la cotidianidad. Así, cada colombiano sabía que la cerveza 33 es la versión francesa de Águila; que se podía encontrar jugo barato de guayaba en el barrio chino; y que en cuanta  reunión de buhardilla los eternos estudiantes colombianos colocabamos la musica de Carlos Vives entremezcladas con las de Satchmo, Led Zeppelin y Charles Aznavour.

Era en esa vida donde el olor a rancio del metro, confinado con el pesado asfalto y la gravedad me oprimía frente a mi propio ser, a mi destino que se amalgamaba con otros destinos. Bien haría Gabriel Garcia Márquez al escribir en París un libro que titularía “Este pueblo de Mierda”, al que después titularían “La Mala hora”.

Curiosamente escribí esta nota sobre el pionero del Rock de mi Pueblo, cerca del 57 rue de Seine, donde murió la leyenda Jim Morrison.“Tantas tristezas se orillan en el camino, se fueron lisonjeras y hoy las quiero como ayer”, declamaría en la canción Noche sin luceros.

“Y hoy la vida lo pone contra las cuerdas, si me caigo seguro pierdo en la cuenta” sentía estudiando como un Pambele (nuestro Torito de Cortazar), evitando caer sobre la lona y tratando de comprender el método cartesiano para estructurar nuestros argumentos. Y luego entrando por el gran pórtico de catedral en el 2 Place du Panthéon, con la canción el Pollo Vallenato “oigan muchachos, oigan la nota como toca el vallenato, Es candela lo que van a llevar”.

Recuerdo aún más claramente cuando recibí la noticia de ser aceptado al segundo año de maestría, tomé un tren de cercanías (RER) cantando mentalmente “Oye morenita te vas a quedar muy sola porque anoche dijo el radio que abrieron la Sorbona,(...) y entonces me tengo que meter en un diablo al que le llaman RER, que sale por toda la zona pasa y de tarde se mete a luxemburgo”.

Así podría seguir relatando cuanto lugar como música de Carlos Vives y la Provincia iban apoderándose de la vida en lo lúgubre y mundano, porque hay un pequeño puente entre Hemingway y Vives: Ella es mi Fiesta: París.

Y éramos felices.

@andresdelcas

 

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