Cali de rumba mientras la ciudad se derrumba

Cali de rumba mientras la ciudad se derrumba

Cali fue grande cuando era pequeña. Hoy vive del pasado, entre la rumba, la violencia y el abandono político. Urge un remezón que la renueve

Por: Lizandro Penagos
mayo 22, 2025
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Cali de rumba mientras la ciudad se derrumba
Foto: Alex Rentería / Alcaldía de Cali

Alguna vez le escuché decir al escritor tolimense William Ospina, en una conferencia que dictó en Cali, que la ciudad quedaba donde está porque nació como una estancia para comer, descansar y abrevar las bestias, en el recorrido que llevaba desde Quito a Panamá, que ya eran ciudades importantes. Una campechana posada en el camino. Algunos caleños para nada ilustres–, presentes en el recinto, refunfuñaron y se incomodaron con el dato. Decir la verdad de manera pública nunca ha sido de buen recibo entre quienes tienen sembradas ideas que les resultan inmodificables y a su juicio perpetuas; y en la Sucursal el cielo, eso abunda, tanto como los argumentos para demostrar que Cali fue grande cuando era pequeña.

Lo de Sucursal del cielo deviene de los Juegos Panamericanos en 1971, pero bien pudo nacer cuando era apenas un villorrio, pues en 1789 Cali tenía más conventos (cinco) que calles empedradas. Es un apelativo netamente ficcional, un acuerdo intersubjetivo ratificado por la curia, la godarria de la comarca y por Jairo Varela, en la canción Cali Pachanguero, asumida ya como himno alternativo. Pero en realidad Cali tiene más infierno que cielo, para ponerlo en términos de relato bíblico. Los índices de inseguridad, de drogadicción y de violencia, la tienen a la cabeza en un país con varias regiones patas arriba. Barrios y comunas entreras azotadas por la delincuencia. Cali lidera la lista de homicidios, escoltada por Bogotá y Pereira.

De modo que de la fe religiosa queda poco en Cali, al punto que es más visible e importante la capilla de San Antonio que la Catedral de San Pedro; y las iglesias, más que lugares de peregrinación, son centros turísticos que se ponen de moda, al igual que las discotecas. Hoy demos por caso– pocos acuden a La Milagrosa en la Roosevelt, porque la tendencia es ir a escuchar al padre con apellido de cánido héroe, en la parroquia Juan Pablo II: de la Vega. La restauración del monumento a Cristo Rey se debate entre reconocer lo que hizo la alcaldía de Ospina y adjudicar su administración a quien gestione un espacio a la altura del Corcovado de Río de janeiro. Y la Arquidiócesis, pues avanza con su tarea pastoral, con sus comedores comunitarios, sus hogares de paso, pero sin la incidencia nacional de figuras del pasado como Pedro Rubiano Sáenz, Isaías Duarte Cancino o Darío de Jesús Monsalve.           

Agazapado en la barahúnda del trago que no da tregua, está el segundo apelativo: capital de la salsa o de la rumba. Hombre, sí. Hay una horda de nostálgicos que recita y baila –con la dificultad propia de las afecciones reumáticas– ese ritmo surgido en 1968 en Nueva York y que asumimos como propio, cuando lo del caleño raizal era la pachanga. Leyendas como Rubén Blades o Adalberto Santiago reconocen que la ciudad es el último refugio del género. Ese ritmo pasó –ojo, no está muerto, como no están muertos el bolero o la balada– y se produce poco, aunque sea la esencia de la rumba. Todos sabemos, sin embargo, que las zonas rosas terminan rojas y que los circuitos de la rumba suelen decaer en espacios cuyas complejidades deben trabajarse con políticas públicas puntuales para que no se degeneren. Algo se ha hecho con el barrio Obrero. Poco. Y con la calle de la rumba. Menos. 

Pero la rumba es otro concepto modificado, traído de la rumba afrocubana que aquí define la gozadera en la fiesta con buena melodía. Delirio, Mulato Cabaret, La Topa Tolondra o Casa Latina, son referentes, pero la juventud anda en otros pasos y pendiente de otros ritmos. De hecho, hacemos un Mundial de Salsa con competidores locales y a lo sumo alguna pareja de puertorriqueños extraviados en la rueda de casino, una forma de bailar donde se mueven más los brazos que las piernas.

Cali hoy tiene otros escenarios, otras formas de diversión, aunque sigue siendo la cuarta ciudad de Colombia en consumo de alcohol, un buen indicador para las industrias de licores, pero la fuente de donde se derivan problemas asociados que determinan otros índices no tan positivos como la accidentalidad, la prostitución infantil y juvenil, la trata de personas, los atracos, el sicariato, el robo de vehículos, el tráfico de estupefacientes, etc. Cuando una ciudad sólo atiende la rumba como concepto de identidad y negocio, se derrumba, pues es factor importante pero no determinante de su progreso; y reforzar sólo la idea de que es parte de su idiosincrasia, es un error; pues deberían trabajarse y añadírsele a la naturaleza caleña: la honestidad, el conocimiento, la solidaridad o la disciplina.           

Que somos la Capital deportiva de Colombia y de América. Obviamente, no se puede negar que por lo menos en términos de escenarios deportivos y ligas, la ciudad puntea en Colombia. Y también que hemos sido sede de grandes competiciones internacionales, pero de ahí a que lideremos el concierto continental, hay varios saltos de garrocha, tal vez por los nueve títulos en los Juegos Nacionales, cuya primera versión se realizó aquí en 1928. El Deportivo Cali y el América de Cali hoy son lánguidas sombras de tiempos mejores, cuando los narcos manejaban la ciudad de frente. Un estadio sin equipo y un equipo manejado como una tienda. Ya no son grandes protagonistas nacionales, y tampoco en el ámbito latinoamericano; y el Boca Juniors y el Atlético Futbol Club, parecieran cómodos y eternos en la B. Las canchas de barrio se acabaron y con ellas los semilleros naturales de futbolistas de potrero. Ahora en las canchas sintéticas, se juega al cronómetro y a la cerveza.    

En la selección de Colombia de mayores, sólo dos futbolistas son caleños: Jhon Lucumí y Johan Mojica, evidencia de lo anterior y de nuestro arraigado mestizaje. En Cali hay más niches que en todo Chocó. Es la segunda ciudad de Latinoamérica, después de Salvador Bahía en Brasil, con población negra; un legado histórico acrecentado por varias oleadas migratorias –unas por violencia y otras por desastres naturales–, pues en 1793 de los 6.548 parroquianos que la habitaban 1.106 eran esclavos. Por eso emerge de cuando en vez un boxeador, un atleta, una pesista, una yudoca, alguna preciosura negra por cuyas venas corre sangre de lucha, de combatividad, de ahínco para salir de la miseria y acariciar algo de gloria en ese trasegar. El último ciclista caleño que despuntó fue Jarlinson Pantano, que pinchó mucho más que su bicicleta. Otro nicho sin protagonismo nacional.

Cali entonces, vive del pasado. Se estancó. Y, por supuesto, saltarán defensores a ultranza a quienes molestarán estas líneas. Podemos, en algunos aspectos, estar mejor que hace unas décadas, es cierto; pero no lo es menos que vivimos varios retrocesos. Y esgrimirán algunos datos estadísticos que, según Mark Twain, suelen acomodarse al argumento cuando este flaquea. Cali está quedada, endeudada financiera, conceptual y cívicamente. El préstamo de 3.5 billones de la administración Eder aún no se vislumbra en ejecuciones; lo que no asombra, pues los recursos bajados de la nación, como el rubro para la Universidad en el Distrito de Aguablanca, tampoco. No hay un líder político caleño de talla nacional en Bogotá. Bueno, Roy Barreras está sonando como precandidato presidencial, pero más que un líder es un hábil politiquero que con su verborrea logra camuflar su camaleónico proceder y que extrañamente consigue articular buenas frases y algunas se convierten en titulares de prensa.

No tenemos grandes líderes en la política nacional. El último presidenciable fue Rodrigo Lloreda Caicedo, de rancia estirpe y abolengo. Carlos Holguín, literalmente se durmió en los laureles de sus ancestros Holguín y Mallarino; y de la descendencia de Eliseo Payán Hurtado, nada se sabe. A Dilián la presidencia del Congreso le sirvió para ponerle la banda a Uribe y armar luego una bandola de la que es la baronesa en el departamento. La política local necesita una sacudida. Aunque a Cali se la acusa de elegir a un ciego, a un periodista y al hijo de un guerrillero como alcaldes, han sido representantes de las elites históricas y los empresarios, los que la han manejado siempre. La familia Eder, por ejemplo, es una de las mayores poseedoras de tierra del departamento y de Colombia.

Ad portas de cumplirse un siglo del terremoto de 6.8 de magnitud que destruyó a Santiago de Cali el 7 de junio de 1925, ojalá viniera un remezón que cambie esta situación. Pero me temo que no ocurrirá. Si es un secreto el estudio de microzonificación sísmica que asegura que la ciudad quedaría devastada con un movimiento telúrico similar, porque más de la mitad de Cali está sobre terrenos de licuefacción; develar cualquier otro problema de Cali no debería ser condenado. No es un secreto que las familias y castas políticas tradicionales aceptan el error de haber dejado varios años que el alcalde lo pusiera Aguablanca, mientras discutían en el Campestre, cómo darle la espalda y torpedear los proyectos de alcaldes mamertos que quisieron incluso que ellos devolvieran los terrenos del club, de los que se apropiaron por posesión, renombre y clase. ¡Habrase visto!

Cali siempre ha renacido después de una catástrofe y creo que está muy cerca de que ello vuelva a ocurrir. (La asonada en 1924, que causó destrozos en el villorrio porque perdió la reina que quería el pueblo y puso fin a sus Carnavales; y la explosión del 7 de agosto de 1957, que devastó la pequeña ciudad y dio pie a su reconstrucción y a la Feria de Cali). La cuestión es que la de ahora es una catástrofe social. No económica, a esta ciudad el narcotráfico no la ha desamparado desde que irrumpió en la mismísima nariz de quienes lo usufructuaron y después miraron para otro lado. Cali es un inmenso lavadero de dinero y sólo con sus billetes a raudales, los economistas explican el fenómeno lúdico y monetario de una ciudad que vive de concierto en concierto y a la que ya no la caben ya más gastrobares, moteles, barras y bebederos. La plata de los señores de la droga está tan incrustada en la ciudad, como la cultura traqueta en sus prácticas cotidianas y en la iconografía nacional. Los permanentes reacomodamientos de las cabezas del crimen organizado, tienen a Cali como la ciudad más violenta del país.

Aquí es más difícil contratar a un honesto, que a un sicario; y más complejo regular el tráfico vial, que el microtráfico ilícito en cualquier olla de la ciudad. Es la única ciudad del mundo que se bloquea por un enjambre de motociclistas que protesta porque se intenta hacer cumplir las normas. Ha de ser el legado trágico que nos dejó el primer accidente de tránsito. Debido a la impericia del conductor, el segundo carro que rodó en Cali chocó contra un poste del alumbrado en la Plaza de Caycedo y lo tumbó, con saldo de cuatro heridos y un abucheo al conductor que acompañó la baraúnda hasta el Hospital San Juan de Dios. Con él murió la empresa liderada por don Ulpiano Lloreda y la historia olvidó a don Alfonso Vallejo González, que en 1912 sorteó todos los obstáculos para traer el primer carro, cuya bocina se escuchaba a cuadras de distancia y espantaba parroquianos, perros, cerdos, caballos, jumentos y pajaramenta, que huía despavorida a su paso a la increíble velocidad de 20 km/h.

De Cali se fueron grandes empresas a Yumbo, en las décadas del 40 y el 50, atraídas por ubicación estratégica y disponibilidad de terreno, pero sobre todo por los lineamientos que planteó la Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) e hicieron de ese municipio un importante cordón industrial de Colombia, como sucedió con pequeñas poblaciones contiguas a las tres grandes capitales del país. Luego, otra gran oleada empresarial se fue jalonada por los incentivos tributarios y beneficios de la Ley Páez en 1995, al norte del departamento de Cauca. Después de 73 años de operación en Cali, en 2008, Bavaria se fue también para Yumbo. ¡Hip! Allí también se ubicó el Centro de Eventos Valle del Pacífico, que tampoco ha logrado despegar del todo y lo salva la realización permanente de conciertos, es llamado “Centro de muertos…”. ¡Epa!

La falta de políticas públicas para sostener las grandes empresas en el territorio, las crisis financieras derivadas de la lucha contra el narcotráfico impulsada desde Estados Unidos, los impactos de los Tratados de Libre Comercio, la pandemia y recientes coyunturas internacionales y tecnológicas, han dejado a Cali en el rezago. Si a eso sumamos que en Palmira está la Industria de Licores del Valle, el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, el estadio del Cali, Unilever, Cargill, Nestlé, Goodyear, J&J y Baxter, el panorama es más desalentador. El sector de Fepicol o comunas como la 8, con gran vocación industrial, también se han ido apagando. Hasta la gente se ha ido. Jamundí, Candelaria, Palmira y Yumbo, las llamadas “ciudades dormitorio”, han crecido a expensas de esa migración interna que ha reactivado la construcción de complejos habitacionales que les tributan allá, aunque devenguen acá; y de la conurbación apenas se habla con el prometido Tren de cercanías. La renovación urbana del centro de Cali, aún no puede calificarse como gentrificación. Se tumbó más de lo que se ha levantado y la multiplicación de pequeños guetos da cuenta de un precario trabajo social.

La ciudad necesita que todos sus actores participen de su renovación, que no es sólo urbanística, aunque también hay deudas históricas al respecto. Una avenida Circunvalar inconclusa hace 25 años, un Batallón Pichincha que ya no debería estar allí, lo mismo que la Base Aérea, discusiones que se evitan o, para utilizar una figura desgastada, se esconden debajo del tapete, para no poner en evidencia la mugre; que, si no se limpia, termina convertida en inmundicia. Cali debe recuperar el protagonismo que tuvo, es preciso que la ciudad recupere liderazgos, se visibilice (tampoco tenemos medios que estén haciendo bien la tarea), trabaje en procura de ser sostenible, inclusiva, resiliente y segura.

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