Barrio Triste: dos realidades antagónicas

Barrio Triste: dos realidades antagónicas

"A diferencia del martilleo constante que se escucha en el día, en la noche se puede sentir la desorientación, la depresión, la desidia y el resentimiento"

Por: Sara Isabel Londoño Ochoa
agosto 23, 2017
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Barrio Triste: dos realidades antagónicas

El sol es aún nuevo y con la claridad de la mañana apenas estrenándose, se despliegan ante la realidad una gran variedad de escenas, mujeres con faldas cortas, camisas minúsculas y tacones altos, se ven recorrer el lugar en busca de clientes mañaneros; señoras con sus hijos en brazos con ropa gastada y sucia buscando vender collares hechos a mano o recibir alguna limosna por compasión, jóvenes dormidos sobre cartones al lado de puertas metálicas que pronto serían abiertas para comenzar el comercio del barrio y hombres con overoles azules o grises, botas de plástico, trapos rojos sobre los hombros manchados por el aceite igual que sus manos y uñas llenan el barrio Corazón de Jesús, más conocido como Barrio Triste por Triste, la provincia italiana de su fundador.

Ante cantidades incontables de vehículos desmembrados, se abren las puertas metálicas de más de quince talleres de mecánica automotriz. “¿Qué busca?”, “¿qué necesita parce?”, son algunas de las expresiones que se exclaman a los conductores que pasan por allí para comprar o vender los repuestos de sus vehículos.

El olor a metal, aceite quemado y pintura fresca se mezclan con sonidos de soldadura, spray de pintura y fundición de metal proveniente de los talleres de carros que rodean la Comuna 10 (La Candelaria) y que hacen honor a los mecánicos que allí comienzan su labor desde muy temprano. Para estos trabajadores, la escultura “El Mecánico” es un reconocimiento a su trabajo y su lucha constante. José Zapata, un joven de 20 años que se dedica al mantenimiento eléctrico de puertas y ventanas, manifiesta en forma burlesca “yo pongo mi radio en el capó del carro pa´ escuchar mi propia música y no la de viejitos de estos manes” refiriéndose a la “música guasca” que escucha su compañero del lado.

A medida que avanza la mañana se abren nuevos comercios, doña Gloria abre su puesto de perros a las 10 “aquí toca abrir temprano porque si no se le van los clientes”. Más adelante, se escuchan máquinas de costura y golpes de martillos de talleres de confección y ferreterías; pero allí no termina el barrio, al costado derecho un local rojo con luces de colores llama la atención de ciudadanos que se mueven al ritmo de “gotas de lluvia, no es el rocío, lágrimas que vienen del corazón (…)” canción del Grupo Niche que bailan mientras se beben unas cervezas “beber es en la mañana, en la noche el voltaje es distinto parce” exclama un joven de no más de 18 años.

Al caer la noche, los talleres de mecánica cierran sus puertas con grandes candados, pero la actividad del barrio no cesa. La poca luz del alumbrado público convierte el paisaje en plazas de vicio, trabajadoras sexuales y “cambalaches” de cartón.

A diferencia del martilleo constante que se escucha en el día, en la noche se puede sentir la desorientación, la depresión, la desidia y el resentimiento, que no se oyen, pero sí se perciben en el interior de decenas de personas que deambulan como entes entre las cuadras de Barrio Triste, vestidos con ropa gastada y sucia, agobiados por la drogadicción que no les permite ver más allá que la perdición a la que llevan sus vidas.

“Los niños no tienen otro panorama más que palabras fuertes y vidas miserables” así se refiere Don Francisco, padre de tres niños a quien le toca rebuscarse el dinero para arrendar una habitación y conseguir comida para su familia. Él espera salir del barrio pues la actividad nocturna de este no es un sitio para sus hijos: “vemos niños pequeños llorando mientras sus mamás aspiran o se inyectan. Una vez vi una señora inyectando a su hija de seis años para que dejara de llorar y se durmiera”.

Son alrededor de 200 vendedores de droga a quienes solo les importa vender su mercancía sin importar a quien. “La bolsita le cuesta veinte mil”, le dice un hombre a otro, quien con rapidez saca la plata de su zapato y se sienta a armar un cigarrillo con afán de encenderlo. Sus ojos comienzan a cerrase en cada inhalada, se tira al suelo y exclama “qué chimba”.

Esta es una realidad que convive muy cercana, a menos de un kilómetro, del ambiente administrativo de La Alpujarra y de zonas visitadas por la alta sociedad medellinense, como el Palacio de Exposiciones y el Teatro Metropolitano. Dos realidades antagónicas que conviven, irónicamente en paz, ignorándose una a la otra.

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