La reciente protesta del sector turístico frente al edificio de la Gobernación en Neiva ha despertado sensibilidad institucional y mediática. La movilización —organizada, pacífica y con propuestas concretas— fue rápidamente atendida, escuchada y difundida. No hay nada de malo en ello. El turismo es importante, y su crisis amerita atención, y el turismo debe dialogar con las comunidades campesinas e indígenas. Sin embargo, lo que resulta inquietante es el contraste: ¿por qué al campesinado y a los pueblos indígenas, cuando protestan por razones aún más estructurales y urgentes, se les responde con indiferencia, estigmatización o silencio?
El discurso que exalta al turismo como “motor de crecimiento” olvida, o prefiere ignorar, que en el Huila también existe una economía campesina e indígena que cuida el territorio, produce alimentos, conserva los saberes ancestrales y sostiene los ecosistemas protegiendo bosques y lagunas. Sin justicia territorial, sin inclusión real de quienes habitan las veredas, no hay desarrollo verdadero. Priorizar al turismo por su rentabilidad económica mientras se margina a los sectores rurales perpetúa una lógica excluyente que socava la dignidad.
Paros en la Ruta 45: cuando el abandono se topa con la dignidad campesina
Este año, el Huila ha sido escenario de múltiples protestas campesinas e indígenas que, una y otra vez, han recurrido al mismo punto neurálgico: la Ruta 45, entre Gigante y Neiva. No son hechos aislados, sino parte de un reclamo colectivo: las comunidades rurales están cansadas de esperar. Las movilizaciones pacíficas en el sector del nuevo peaje en Hobo, lideradas por organizaciones como la Federación Baluarte Campesino, son el reflejo de la ausencia del Estado, una crisis estructural ignorada sistemáticamente.
Quienes protestan no lo hacen por capricho: son campesinos, pescadores, indígenas, muchos de ellos desplazados por proyectos como El Quimbo, que reclaman derechos básicos. Acceso a la tierra, cumplimiento de acuerdos, participación real en las decisiones que afectan sus territorios. Sin agua potable, sin infraestructura, sin garantías, sin colegios para sus hijos, el paro es su forma de ser visibles.
Por supuesto, los bloqueos afectan, conductores y viajeros sienten el impacto, afecta el sector trisco al sur del Huila. No obstante, eso no puede convertirse en excusa para invalidar la protesta ni para invisibilizar: la exclusión estructural del campo huilense. El verdadero daño no es el trancón de unas horas, sino el olvido de décadas.
Adicionalmente, es alarmante que algunos medios de comunicación insistan en cubrir estos hechos con una narrativa sesgada, sin investigar lo suficiente ni mostrar las voces diversas de quienes se movilizan. Mientras el foco se pone en el "bloqueo vial", poco o nada se dice de las causas: el abandono estatal, la falta de inversión, el racismo estructural y la persecución de líderes sociales.
Los manifestantes, lejos de buscar violencia, han mantenido la movilización de forma pacífica, con pasos intermitentes, promoviendo el diálogo y proponiendo soluciones. Han aceptado espacios de concertación como el Puesto de Mando Unificado (PMU), impulsado por la Gobernación del Huila, que ha mostrado voluntad de escucha. Pero el Estado nacional sigue en deuda.
Bloquear una vía no es un fin, es un último recurso. Es lo que queda cuando todas las puertas están cerradas, cuando la institucionalidad no llega, cuando los acuerdos firmados no se cumplen. Es la forma en que el campesinado y los pueblos originarios dicen: “Aquí estamos. Escúchenos”.
Hoy más que nunca, Colombia debe entender que la protesta no es una amenaza, sino un derecho legítimo. Y que la paz no se construye con peajes ni con represión, sino con justicia social, inclusión real y reparación socioeconómica. La Ruta 45 no está bloqueada por capricho de minorías: está tomada por la dignidad campesina. Que el diálogo y los acuerdos sean el puente que construya confianza entre el campo y el Estado. Solo así cesarán los bloqueos, y comenzará el verdadero desarrollo.
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