¿Han escuchado el cuento del coco? ¿Del viejito que llegaba a los lugares a llevarse los niños desobedientes en una bolsa? El boogey man, el coco, existió en la vida real y se llamaba Albert Fish.
En los esplendorosos años 20 en Estados Unidos una sombra cubrió buena parte de la felicidad que cobijaba a la sociedad norteamericana: Albert Fish. Había pasado su adolescencia en China ya que era marino y allí fue abandonado por su barco. Era la década del setenta del siglo XIX y las grandes hambrunas azotaban al gigante asiático. Muchas familias vendían a sus niños para poder sobrevivir. Era sacrificar dos niños, venderlos a un cocinero que preparaba suculentos platos con su carne. Era barato y sabía bien, al menos eso dijo Fish quien, cuando se devolvió a los Estados Unidos, había tomado la costumbre de almorzar bebé.
En veinte años Albert Fish secuestró, torturó y cocinó a 156 niños. Se sentaba en los parques, le daba dulces a algún pequeño que por un momento se quedara solo, se lo llevaba al bosque en donde casi siempre encontraba una casa donde desnudaba, amarraba y azotaba hasta la muerte a los pequeños que nunca pasaron de los 8 años. La razón por la que azotaba con violencia a sus víctimas era para suavizar su carne, para irla preparando para la ingesta. A veces, cuando los gritos de los niños se volvían ensordecedores, una perturbadora excitación se apoderaba de él y los violaba. Luego, como hacía Barba Azul, el temible pederasta y asesino de niños del siglo XVII, los decapitaba y se bañaba en su sangre además de bebérsela como si fuera manantial de vida.
Fish cayó porque se le dio la gana. Cinco años después de matar, torturar y comerse a la niña de una humilde familia de Nueva York, decidió mandarle una carta a la madre de la niña de nueve años para revelarle los escabrosos detalles con los que había desaparecido a la nena. “Agradezca que no me la cogí”, con eso selló su confesión a la policía.
Fish fue condenado a la silla eléctrica. En el juicio sus nietos afirmaron que era un abuelo entrañable al que le gustaban juegos extraños para ellos como el de introducirles papeles en el ano y luego prenderles fuego. Fish creía que era un enviado del cielo y por eso pensaba que el dolor lo acercaba más a Dios.
Este relato es uno de los que compone el libro Crimenes sorprendentes de asesinos en serie publicado por Ediciones B este mes. Una novedad de Penguin Random House