Abogados y corrupción en Colombia: más que un hecho accidental en las esferas del estado

Abogados y corrupción en Colombia: más que un hecho accidental en las esferas del estado

"El problema no es la carrera de derecho en sí, lo que preocupa es que no se ha entendido la trascendencia de la profesión jurídica en Colombia"

Por: Mauricio Puentes Cala
octubre 10, 2017
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Abogados y corrupción en Colombia: más que un hecho accidental en las esferas del estado

Colombia es una tierra fecunda en profesionales de las leyes. Las cerca de 71 facultades de derecho y las más de 280.000 tarjetas profesionales expedidas para el ejercicio de este oficio dimensionan la cantidad de personal formado en el país respecto de este campo. Hasta el 2009, según el sondeo del Centro de Estudios de Justicia para las Américas, Colombia se perfilaba como la segunda nación en el mundo con más abogados (casi 355) por cada cien mil habitantes.

La afluencia de profesionales en esta área va de la mano con la creencia infundada de que un pregrado en leyes otorga sin más el supuesto prestigio que entraña el mote de “doctor”, al igual que con el convencimiento de que el abogado se emplea con mayor facilidad y es bien remunerado en cualquier instancia. Este tipo de presunciones que hacen parte del imaginario arribista y productivista de la sociedad colombiana – la cual, dicho sea de paso, no ha logrado superar muchos de los prejuicios sociales del periodo colonial y se ha visto enfrascada en el cuestionable modelo de la utilidad– han impulsado la popularidad y demanda de esta profesión.

La vieja tradición de que en el linaje familiar debía haber por lo menos un cura, un militar y un abogado se quedó, al parecer, en la mentalidad colombiana, pues el aumento de estudiantes entre principios de los 90 y los primeros lustros del siglo XXI superó el 50%. En este contexto, el peso de la oferta de la educación jurídica se trasladó de las facultades de derecho de las universidades públicas a departamentos académicos e instituciones fruto de la expansión de la educación superior de carácter privado en el país. La masificación de la enseñanza de las leyes trajo consigo la degradación de la formación profesional, centros docentes dotados de escasa infraestructura, personal poco preparado, con limitadas iniciativas por la investigación y la difusión calificada, absorbieron tres cuartas partes del estudiantado, graduando abogados en número considerable con aprendizajes inciertos y los mínimos filtros de titulación.

Pero esto no acaba aquí, la regulación profesional por parte del Estado para ejercer este sensible oficio ha sido más bien incipiente, sin examen habilitante ni colegiatura obligatoria Colombia es un país excepción donde solo se necesita un cartón, sin importan su procedencia, para ser litigante y un par de años, incluso sin experiencia certificada, para acceder a una magistratura.  De esta manera, abogados de toda índole y extracción ingresan al mundo laboral, colocándose por cantidad en diferentes sectores, incluido el público. Sin embargo, los abogados que se emplean con el Estado no lo hacen solamente a través de los entes judiciales, políticos o legislativos que, se cree, es el campo de acción más ajustado a su perfil, sino que son vinculados libremente y, muchas veces, sin experiencia ni formación alguna a entidades sociales, culturales, patrimoniales, económicas, educativas, diplomáticas y de salud, así como a secretarías y ministerios a los que llegan, de ordinario, a asumir con propiedad cargos dirigenciales. El derecho es una carrera muy estudiada y, por tanto, hay abogados por montones, puede que esta abundancia coincida con la asignación de cuotas políticas que implementa el sistema de gobierno a través del clientelismo. Muchos abogados terminan en instancias que desconocen o en cargos para los que no están preparados profesionalmente, en tal sentido, esta pareciera ser una carrera que sirve para todo, un tipo de formación universal que permite adoptar arbitrariamente la inclinación vocacional que se requiera.

Así, los “doctores” de las leyes llegan sin reservas a las esferas de gobierno y encuentran una oportuna cabida en el Estado, en el ejercicio político electoral también se hacen mayoría y se quedan con buena porción de las curules y los escaños de mayor influencia. No por nada, se dice que Colombia es un país de abogados y gobernado por abogados. La mediocre preparación y la falta de concientización social llevan a un grueso de estos juristas al individualismo y a la politiquería, es el mal de la “empleomanía”, es decir, el político no está buscando reformas y trasformaciones que beneficien al país, sino única y exclusivamente trabajo, un trabajo estable que les pague mucho por hacer poco. Obtener un puesto en el Estado haciendo política con tamales y entrega de mercados, u ocupar una vacante como retribución de un favor hecho o por puro “palancazo” es como ganarse el premio mayor de la lotería habiendo comprado solo una fracción.

Ese facilismo con el que se graduaron es el mismo que reproducen en su vinculación y desempeño laboral, de allí la leguleyada, la triquiñuela, la gestión ilícita que se tramita bajo la contratación, bajo el nombramiento, bajo la representación legal. Las lecciones de legalidad y debido proceso no se utilizan para garantizar transparencia, sobre todo cuando hay dinero (público o no) de por medio, sino, todo lo contrario, para evadir la ley sin dejar rastro del hecho fraudulento. Esta ha sido una situación muy común en la cultura política colombiana, donde ha primado la consciencia del avivato, de tomar lo que no se es propio antes de que otro lo haga, de sacar partida abusiva de la posición y el conocimiento que se ostenta, de lucrarse o favorecerse por la ascendencia política, de olvidarse de la promesa comunitaria hecha en campaña.

Esto da muestra de una crisis ética de ingentes proporciones en la política y el ejercicio del derecho colombiano. Las facultades que han formando a estos profesionales han hecho poco por atender esta situación, pues han educado bajo un grave déficit deontológico –toda una contradicción entendiendo el sentido de esta carrera– obviando así la responsabilidad y el compromiso social que resulta inherente a un sabedor de las leyes. La formación para el hacer y no para el saber ha sido una constante en el ámbito del derecho, por eso, la problematización y la reflexión legal ha sido desplazada por el mecanicismo y el practicismo jurídico que inevitablemente conduce a independizar la norma de su razón social, de su esencia político-democrática. No es de extrañar entonces, la necesidad por aprovecharse del vacío y la imprecisión legal, de reajustar la prescripción en virtud de la relación informal de poder y el procedimiento irregular.

Cabe aclarar que el problema no es la carrera de derecho en sí, lo que preocupa es que no se ha entendido la trascendencia de la profesión jurídica en Colombia, es más, difícilmente los abogados comprenden la incidencia social y pública de su oficio. La incipiente regulación de la enseñanza y el ejercicio de esta profesión ha repercutido en el funcionamiento de la justicia, en las relaciones civiles y en la garantía de los derechos ciudadanos; mientras no se dimensione la importancia de esta carrera para la sociedad y no se reconozca la relación que existe entre la irregularidad del oficio, la corrupción y los desequilibrios oficiales, poco se puede hacer para mejorar la imagen de esta profesión y, peor aún, la de un Estado protagonista por los actos fraudulentos de sus funcionarios.

La calidad, eticidad y la probidad resultan indispensables para el profesional de las leyes, estudiar derecho debe dejar de ser un modismo, una tradición familiar o un cliché; que mejor para la educación jurídica que se hiciera por convicción, por compromiso, por gusto a las nociones que entraña, y no, como se ha visto, por creencias y tendencias infundadas. La dignificación de este campo dependerá del mejoramiento de la calidad de los programas, de los filtros que se hagan para el ingreso y el egreso, y del mismo control que se efectúe sobre el ejercicio profesional. La formación de criterio, capacidad de análisis, criticidad y la sensibilización sobre la realidad nacional también son muy necesarias en este oficio. Es hora de que el Estado empiece a llenar sus vacantes más influyentes por mérito y concurso, como lo hace en otras instancias, y no por favores o cuotas políticas.

Ya basta de abogados politiqueros, leguleyos y pillos, ya basta de juristas ejerciendo en cargos que no les competen; ya basta de la podredumbre profesional que ha administrado este país, ya basta de los roedores de corbata que se apropian de los dineros públicos, y alimentan la ilegalidad y la violencia; ya basta del arribismo de aquellos que se hacen llamar “doctores” sin haberse doctorado; ya basta de los amigos de lo ajeno y de los corruptos que se protegen detrás del garantismo y la preclusión procesal. Este país está cansado de la doble moral, de aquellos funcionarios que se sienten agobiados y destrozados en su persona una vez descubiertos, pero posaban ante la opinión pública con majestad y entereza cuando procedían ilegalmente.

Colombia ha tenido un largo historial de alcaldes, gobernadores, ministros y funcionarios corruptos. Es una tierra donde es un hecho frecuente que senadores y presidentes se vean envueltos en escándalos de cohecho y concusión, donde dineros mal habidos financian campañas electorales, donde magistrados de las altas cortes de la justicia son acusados y condenados por corrupción, y donde el mismo fiscal anticorrupción encargado de prevenir este flagelo es extraditado por corrupción, toda una ironía, una tragedia nacional que debe tocar fondo. Habrá que ver cuantos “doctores” de las leyes están implicados allí para entender que la relación entre los abogados y la corrupción en Colombia es más que un hecho accidental en las esferas del Estado.

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