La paz total y el desolador escenario de la violencia en Colombia

La paz total y el desolador escenario de la violencia en Colombia

Si no entendemos la naturaleza del actual conflicto social y armado, por más voluntad que haya de cambiar las cosas, seguiremos dando palos de ciego. Análisis  

Por: Horacio Duque
diciembre 27, 2022
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La paz total y el desolador escenario de la violencia en Colombia
Foto: Flick Brasil de Fato - CC BY-NC-SA 2.0

A pesar del noble y audaz esfuerzo del presidente Gustavo Petro para poner fin al conflicto social y armado con su propuesta de paz total que ya tiene logros importantes como la mesa de negociaciones con el ELN en Caracas y ajustes importantes en las Fuerzas Armadas y de Policía, la violencia social y política en su tercer ciclo muestra una persistencia desoladora que genera confusión, perplejidad y desaliento desde la mirada de la idea del cambio y la transformación que encarna la administración del Pacto Histórico y la voluntad colectiva enfocada en la construcción de un nuevo país. 

Estamos atrapados en una violencia irracional que a mi juicio no hemos logrado entender en toda su complejidad, tanto en sus causas, actores, escenarios y tendencias demenciales. El asesinato de líderes sociales sigue siendo la noticia cotidiana y las medidas adoptadas por la Comisión de Paz del Congreso que lidera el senador Iván Cepeda conjuntamente con el Ministerio del Interior, como la instalación de los Puestos de Mando Unificado, no han dado resultados. Así mismo, las masacres se han multiplicado, afectando comunidades campesinas, indígenas, afros y sectores muy pobres en los centros urbanos. Además, hay desplazamientos masivos de familias indígenas y afros en el sur del Pacífico, en el Chocó y en los llanos orientales. Como si lo anterior no fuera suficiente, el neoparamilitarismo está muy activo en muchos territorios (Meta, Caquetá, Putumayo, Magdalena Medio, Cesar, Bolívar, Arauca, Catatumbo, Guaviare) con la presunta complicidad de actores militares y policiales, que estarían involucrados en el negocio de las drogas, especialmente en el área del transporte y las exportaciones de cargamentos hacia el mercado internacional. 

A la par, las guerrillas existentes (ELN, FARC-EP, EPL y Nueva Marquetalia) fortalecen su presencia territorial. Aunque han mostrado cierta condescendencia con el liderazgo estatal del presidente Gustavo Petro y sus planteamientos programáticos, recelan algunas de sus movidas políticas y la persistencia tolerada con los viejos clanes de las oligarquías regionales y nacionales, aferradas al control del Estado y sus abundantes riquezas burocráticas y presupuestales, que manipulan con criminales movidas en áreas como el Sistema General de Regalías (OCAD Paz), la Aeronáutica Civil, la inclusión social (DPS), la infraestructura, el transporte (puertos marítimos, aeropuertos, redes fluviales), la vivienda, el manejo de la convivencia (Ministerio del Interior), la hacienda pública, el Banco Agrario, el clúster financiero, la educación superior, las TIC, las transferencias a las regiones y el área de la defensa, para solo mencionar algunas áreas claves. 

Hoy el país asiste atónito a la explosión de la violencia en las regiones. Los recientes escenarios de sangre en el Putumayo (Puerto Guzmán) y el Cauca (Buenos Aires/Munchique), en que las guerrillas de la resistencia agraria han sido el actor protagónico en hechos muy lamentables, conmocionan a la sociedad. La violencia en el departamento del Cauca es delirante: todos los días caen lideres indígenas, comunitarios, afros, jóvenes y mujeres. En el triángulo del Telembi, Nariño, la guerra no para y se extiende hasta Tumaco y el sur del Pacífico. En el Chocó y el norte de Antioquia no paran los desplazamientos como consecuencia de la acción de los urabeños (paras).

En Arauca ya no hay palabras para describir la cadena violenta. En el Putumayo todo está servido para que se repita un nuevo hecho sangriento que bien puede desatarse desde una unidad militar descontrolada e infiltrada por la mafia de la Araña, Gárgola y el Alacrán: los señores del dinero y el poder de las drogas en ese territorio amazónico. En el espacio comprendido por el sur del Meta (Guayabero), Caquetá (Yari) y Guaviare bien puede desatarse una confrontación violenta dada la prepotencia de algunos actores presentes en la zona empeñados en la erradicación forzosa y en el despojo de los campesinos cocaleros.

Así pues, mi opinión es que el gobierno nacional camina su estrategia de paz total sin un conocimiento científico de la nueva violencia colombiana. Ese fenómeno ha sido objeto de varios estudios en los últimos 60 años, desde las investigaciones de Monseñor Guzmán y Fals Borda para explicar el ciclo del choque armado bipartidista de los años 50 del siglo XX; pasando por los documentos de los violentólogos de los 80; la abundante literatura politológica de los 90 y principios del siglo XXI, con ocasión de la desmovilización del M-19 con otras guerrillas menores y de los diálogos del Caguán; hasta los análisis de expertos para la mesa de negociaciones en La Habana con las FARC. 

Se trata de un importante bloque analítico que sin dudas debe ser considerado como un antecedente de nuevas indagaciones sobre este fenómeno, pero hay que tener en cuenta que tales reflexiones se han quedado cortas por su excesiva generalización (latifundismo, autoritarismo y narcotráfico), su visión centralista de la violencia y la omisión de la complejidad cultural de la misma. La violencia hoy es de un alto grado de complejidad que no puede despacharse con diagnósticos policiales, con versiones criminales y con enfoques clasistas que atribuyen sus manifestaciones a patologías crónicas en las clases populares, como suele afirmarlo la ultraderecha neonazi uribista en su narrativa racista y medieval. 

Hay que decirlo de manera clara y tajante: el fenómeno de la violencia colombiana necesita hoy un acercamiento más científico (desde lo transdisciplinar) y comprometido. Captar la violencia y sus tendencias requiere trabajos más enfocados en sus manifestaciones locales, regionales y sus idiosincrasias: una es la violencia en Arauca; otra es la del Meta, Caquetá y Guaviare; distinta es la del Cauca y Nariño; la del Putumayo tiene sus propios rasgos; la del Catatumbo es un enigma por su naturaleza transnacional; la del Chocó es desafiante por su sincretismo; la del Magdalena y Cesar es un monstruo del latifundismo belicoso; y la urbana en Barranquilla, Cali, Medellín, Bogotá, Cúcuta, Villavicencio es el rostro del crimen mafioso, burocrático y policial que disputa, a punta de fusil y metralla, las rentas de todo orden en la vida citadina. 

No desconozco el peso de la violencia desatada desde la configuración del Estado y sus gobiernos en los distintos niveles. El Estado, en su actual organización, mafiosa y corrupta, es un factor central de la actual violencia por el papel de los clanes políticos (Valle, Cesar, Santander, Quindío, Bogotá, Barranquilla, Cali, Popayán, Meta) que tienen secuestrado el estado y sus agencias más prosperas. Hay que ver lo que sucede en todo el territorio nacional. 

Con eso en mente, nada ganamos con los avances de la paz total, ciertos y correctos, si no entendemos la naturaleza del actual conflicto social y armado. Todo nos puede estallar en la cara, como ha ocurrido en el Putumayo y en el Cauca, pues no sabemos a ciencia cierta cuál es la esencia de la problemática que quiere trascender el “significante vacío” (paz total) al cual esta aferrado la actual dirigencia progresista del gobierno. 

No estoy sugiriendo parar todo y dejar que nos trague la muerte. Hay que seguir, pero con más claridad y agilidad. Lo del Cauca y lo del Putumayo se pudo evitar si desde el lado presidencial y sus asesores se hubiese dado una mayor apertura mental a la capilaridad local y regional empática con el mensaje del actual jefe de la Casa de Nariño. Los actores locales y regionales del conflicto dijeron sí a la paz total, pero se quedaron con la palabra en el aire regresando con mayor ímpetu el demonio de la guerra como lo estamos viendo. Asumir cada mensaje, cada manifestación empática de los actores subalternos de la violencia con una lectura de gabinete, cargada de cierto desdén erudito, no acierta en la consolidación de la paz total. Lo que se está generando es una tremenda confusión y un “cruce de cables” que puede apalancar nuevos episodios de violencia por la reyerta entre las organizaciones guerrilleras que ejercen el control territorial y societal. 

Hay “confusión gubernamental” en la gestión de la paz total como consecuencia de la insuficiencia epistemológica y científica en la percepción de la violencia y del nuevo modelo de paz que se quiere concretar. Esto hay que corregirlo sin mucho trámite burocrático centralista. No hay que confiar en tanto estudio bogotano del problema. Hay que ir a las regiones, a las localidades, a las comunidades y a las redes académicas regionales, para desde el seno del mundo campesino, indígena, afro y popular encontrar las salidas pacifistas, con todo el rigor y la responsabilidad, sin charlatanería de aventureros en plan de enriquecerse en el juego de la repartija burocrática en pleno auge. 

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