De la inmolación de los toros

De la inmolación de los toros

"Pese a que su cabeza queda inconexa del resto de su cuerpo, continúa vivo y está consciente de su arrastre hasta los patios, de donde luego será llevado a las carnicerías"

Por: Frank Rodríguez Chávez
agosto 08, 2018
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De la inmolación de los toros
Foto: Pixabay

Amigos, si creyeron que la inmolación de unos toros, perpetrada en los redondeles de un arenal que ritualiza eventos sanguinarios con la muerte, es cuestión de arte y cultura, me temo que no hay dominio sobre los conceptos.

Y es que este milenario ejercicio, auspiciado con nuestras aberraciones y adicciones a la sangre, resultó ser un verdadero fraude, por cuanto se ha comprobado la existencia de una serie de lesiones propinadas al toro antes de ser ofrecido a sus verdugos, quienes lo inmolan sin conmiseración para deleite de un público ávido de ver morir al torero mismo antes que al animal.

Y una de esas lesiones consiste en encerrarlo a oscuras durante 24 horas, antes de su debut en la arena, y despojarlo de todo suministro de alimento para que sienta, por su debilidad, al momento de ser jugado, temor de la luz y de los aullidos de los espectadores, con lo que despierta la sensación de ferocidad entre la masa, cuando lo que busca realmente es huir por la súbita celeridad de su taquicardia extrema.

También es recortada su cornamenta para la protección del matador, y golpeados severamente sus testículos y riñones. Asimismo, son colocadas en su pescuezo dos bolsas de arena para encorvarlo a fuerza de la costumbre y dejarlo mecánicamente declinado, aun cuando le hayan sido retiradas con anterioridad.

Como si lo anterior fuera poco, se lo arrastra a una diarrea crónica inducida con una variedad de sulfatos que, adicionados al agua que ingiere, lo deshidratan hasta dejarlo tembloroso y desestabilizado en su equilibrio. Luego será picado con las lanzas de los montados, quienes lo desangrarán hasta perforarle sus músculos, vasos sanguíneos y nervios cervicales sin parar.

En otro acto, se le unta grasa en sus ojos para obstruir su visibilidad, y un ungüento con propiedades alérgicas en sus extremidades, causal de una persistente picazón que lo inquieta y mantiene en constante movimiento, con lo que contribuye a la apoteósica actuación de un torero que siembra en el público la sensación de estar trabajando a todo un animal de lidia y no a una indefensa criatura descompensada orgánicamente, víctima de una cobardía que saca partido de su inducida incapacidad.

Bajo esa misma tónica, cuando el toro evade los garroches de los picadores, es banderilleado con rehiletes de ocho centímetros de arpón cada uno, garfios que taladran su carne conforme a la medida de sus movimientos para que conserve vigente la hemorragia que mantiene vivo el sensacionalismo de tan servil, arcaico y nauseabundo espectáculo.

Cuando ya el animal, exhausto y sin fuerzas, ha sido una y mil veces garrochado con el cortante filo de los garapullos y socaliñas, el torero, entonces, se arrodilla frente a sus 600 kilos de carne inhabilitada para hacerle creer a la tauromaquia que ha vencido, como todo un campeador, a una bestia trapía despojada cobardemente de su más fiel virtud: la fuerza.

Luego, en un acto de arrogancia, se levanta el vil asesino pavoneándose al compás de su afeminado desfile, ceñido a su traje de luces de colores y lentejuelas, presto a dar uso a una filosa espada de 80 centímetros de longitud, que enterrará en el lomo de la criatura hasta traspasarle los pulmones, el hígado, la pleura, el diafragma y la arteria coronaria, acto macabro que desencadenará en vómitos de sangre a borbotones y propulsión a chorro.

Una vez producida la estocada, la débil configuración de la bestia irá descendiendo hasta caer sobre sus patas delanteras y las del otro irracional, al tiempo que se echará ante una concurrencia que ha de ovacionar su derrota ante el mortal, y uno de los secuaces de la faena, llamado también auxiliar, desvertebrará su médula espinal seccionando su nuca con otra larga espada terminada en una cuchilla de diez centímetros, lo que se constituye en el clímax de la inmolación, conocido hoy como descabello.

Pese a que su cabeza queda inconexa del resto de su cuerpo, continúa vivo y está consciente de su arrastre hasta los patios, de donde luego será llevado a las carnicerías de las afueras para ser despresado y devorado por auténticas carroñas humanas.

Hay quienes afirman, incluso, haber visto rodar una lágrima por las calaveras de estas bestias como resultado, tal vez, de alguna contracción glandular, o porque sería muy sensato y válido pensar, por qué no, que dentro de cada espécimen podría esconderse una energía generadora de percepciones facultativas y emociones sensoriales, lo que los ubicaría inexorablemente de este lado también.

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