Yo fui la celestina de Fernando Botero
Opinión

Yo fui la celestina de Fernando Botero

En la celebración de los 90 años del maestro el 19 de abril, retomamos la historia no contada de cómo se llevó a cabo su monumental donación a Bogotá y Medellín

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abril 16, 2022
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Fernando Botero es un hombre riguroso hasta para sus citas. Para cada día, para cada mes y para cada año tiene sus rutinas precisas. El otoño, por ejemplo, lo vive en Nueva York donde almorzábamos dos veces en el mes de noviembre. En 1990, me comentó que conversando con su esposa Sophia en México, habían decidido no guardar más su colección privada que había comprado durante más de 25 años y que la colección sería un aporte para Colombia. Para que los artistas tuviera una referencia más cercana al arte universal y por eso ya le había escrito una carta al alcalde de Medellín proponiéndole sus intenciones.

Como siempre el asombro es una de las condiciones vitales para que la vida tenga un mayor sentido, yo quedé con los ojos abiertos y llena de entusiasmo porque allí me comprometía a ser su cómplice hasta que lo lograra. Con el tiempo, se nos convirtió en el único tema. Una de las obsesiones en mi vida es estar cerca a los museos porque allí encuentro los grandes maestros de la historia del arte y, con ellos los enormes retos. Amo las obras de arte.

De vuelta a Washington en donde era la directora del Museo de las Américas de la Organización de los Estados Americanos, pedí permiso y me fui a recorrer los alrededores de Medellín porque de inmediato me imaginé un gran museo que no tendría espacio en la cuidad. Encontré lugares amables en la región de Rio Negro y pregunté sus valores sin dar explicaciones porque de antemano sabía que el nombre de Botero o el proyecto tendrían severas repercusiones en los precios. En ese año realicé varios viajes y comencé a pensar que el arquitecto chino que había realizado a la perfección la Ala este de la National Galery Washigton o la Pirámide que cambió a París y redistribuyó el Museo Louvre era el arquitecto correcto. Para ello, llamé varias veces hasta que logré que me dieran la cita con cinco meses de anticipación en sus oficinas en Nueva York. Cuando llegó el momento ya tenía hasta las palabras contadas para no perder un minuto de tiempo en mi propósito y explicación. I Pei paciente me escuchaba y a través de sus gafas redondas me escuchaba con atención.  Obviamente, no tenía toda la información que el arquitecto requería pero era para mí una primera aproximación. Con el tiempo alcancé a programar un almuerzo.

Mientras  acompañaba a Botero a sus exposiciones por el mundo llegó el noviembre siguiente. Y no tenía nada definido. Botero práctico me comentó que mi intención iba a salir demasiado costosa y que aún él no había recibido ni siquiera respuesta de su carta de intención. Era mejor ensayar las facilidades de la ciudad porque ahora, dentro de sus planes estaba la reactivación de sector céntrico y deprimido de la cuidad.

Nunca se puso en duda la realización del Museo aunque cada año -de los cuatro que trascurrieron-la situación era crítica. Nadie me preguntó nunca de que se trataba el proyecto y menos, cuál era la dimensión de la colección.

Fernando Botero y Sophia Vari

Botero, Sophia y yo nos manteníamos soñando y la colección había crecido porque quería una proyección que involucrara expresiones del siglo XX. El compraba obras excepcionales mientras íbamos a las ferias internacionales en Europa. La fundamental fue Bassel en Bruselas. La táctica de la compra era genial.  Sophia, él y yo dábamos  temprano varias  vueltas desinteresadas mientras observamos las obras expuestas por galerías importantes. Después de un rato llegaba sola a preguntar precios. Más tarde tenía una contrapropuesta, que manejaba inconscientemente como si estuviéramos refiriéndome a sumas módicas y no unas que jamás han estado en mi cabeza. Una vez estaba claro el precio, Botero realizaba el negocio.

En una ocasión en Medellín ofrecieron el viejo edificio de la Licorera de Antioquia que era una pésima idea y otra vez, la estación del tren. Opciones que no eran nada halagadoras para los planes del Maestro. El punto final llegó con una carta en la que la que muy a la ligera, afirmaba que por cada asistente al proyecto- museo a Medellín le costaba $50 pesos por persona.

 

Al final, la donación sería en Bogotá

Me llamó furioso. Fui a verlo a Nueva York y decidimos en ese momento que la donación sería en Bogotá. Llamé a mi amigo Darío Jaramillo que era el gerente del general del Banco de la Republica y me consiguió una cita con Miguel Urrutia quien entendió inmediatamente la envergadura del proyecto.  Llamamos a Botero en ese mismo instante y todo fue un hecho.

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