Diatriba contra el liberalismo ante un sancocho de gallina

Diatriba contra el liberalismo ante un sancocho de gallina

Por: PEDRO LUIS BARCO DÍAZ "CARONTE"
agosto 24, 2013
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.

Cuando nos figuró, como se dice ahora, irnos a vivir a Caicedonia, por disposición inapelable de los superiores de nuestro padre, moría la década de los sesenta. Pocos meses antes, el viejo se había instalado sólo, mientras los críos terminábamos el año escolar. Los siete hermanos y nuestra madre que veníamos de Palmira, examinamos, aunque era de noche, la casa que fue después destruida por el terremoto del 26 de enero: Era grande, esquinera, de altas paredes y en el patio descubrimos tres racimos de plátano, dos bultos de naranja y un montón de yuca como para alimentar un pelotón. Acostumbrados como estábamos a mercados restringidos, la rotunda despensa se nos antojó desproporcionada.

Al otro día, empezamos a colocar en sus sitios los corotos, incluyendo el cuadro de los viejos de mi madre que nos anclaba a ellos desde niños, el cual colgamos en la pared que daba frente de la ventana de la vía Panamericana.

A eso de las nueve de la mañana, un toque de puerta nos llevó en tropel hasta la entrada. Era el primer vecino que nos visitaba. Le decían y aun le dicen, porque todavía transita en el pueblo: “Gallina.” (¿Por qué le pondrían así?) Gordo y sanguíneo, precedido de vahos rancios de jazmín y de mugre vieja, quien le pidió a nuestra madre una atención. Ella no atinó sino a regalar de lo que había en el patio: un buen gajo de plátanos, varias yucas y algunas naranjas, los cuales metió en una chuspa. “Gallina” no bien recibió el alijo, injurió a mi madre con precisión “vieja yo no se qué” y una vez cerramos la puerta, devolvió por la ventana el comedimiento, estrellándolo con furia contra el cuadro de Joaquín y de Paulina. Ese mismo día, nos dimos cuenta que, en la Caicedonia de la época en la que moría la década de los sesenta, uno no podía afinar generosidad con la comida.

Y era que, si bien el pueblo era pobre y escaseaba el billete, la comida no constituía el problema. De suyo, lo eran otras cosas: férula política, caciquismo crónico, intemperancia política, e incluso violencia y muerte; pero créanme no existía esta hambre que ahora tiraniza no solo en Caicedonia, sino en Colombia y en el mundo. En esos tiempos en cada casa el plátano, la yuca y las naranjas; o las puchas de fríjol o de arroz abundaban, incluso, hasta en las mesas de los más pobres.

Ahora, cuarenta años después, millones de nuestros compatriotas malviven en el sopor de las tripas ociosas. Las políticas económicas neoliberales, han venido actuando como un engendro que se mete al bolsillo de los más pobres para escurrirles hasta los entrañas.

Ya poca gente duda de que el neoliberalismo, o capitalismo salvaje, es una versión macabra de la economía que deja como fruto a unas muy pocas personas de carne y hueso, convertidas en mas ricas y poderosas que las propias naciones, y a millones de seres también de carne y huesos, en los meros huesos, padeciendo la mas intolerable condición: el hambre. Sí, porque es el hambre y la miseria su resultado más retorcido. Antes a los gobernantes que intentaban proporcionar comida, se les tachaba como populistas; ahora la propia organización de las Naciones Unidas reconoce que el hambre es el gran flagelo de estos tiempos modernos y el principal reto del milenio. Es que hasta el propio Papa anterior, el finado Juan Pablo II condenó esta aberración económica y hasta el presidente Gaviria, que nos la impuso prometiéndonos una bienvenida al futuro, desde hace unos años se declaró socialdemócrata.

Antes, en el imperio de otros modelos económicos que no colocaban al Dios Mercado como el dueño de la espada que cercena los pescuezos de los que no pueden competir, existían también desigualdades oprobiosas; pero no existía esta hambre cósmica que carcome a la mayoría de nuestros compatriotas. Había pobreza, sí. Desigualdad, también. Pero al menos se producía comida para que los mendrugos llegaran hasta, incluso, los pordioseros. Ahora, con la peste neoliberal, se le ha quitado la saliva hasta a los que antes le arrimaban un buen tazón de caldo a los menesterosos. Y es que el neoliberalismo es eso. Una peste. Como la lepra. Como el tifo. Como la viruela. Sólo que éstas pestes funcionaban de manera justiciera, tal como se pensaba que debería ser la ira de Dios: Le caían por igual al hijo del tabernero como a la hija del príncipe. No se salvaba ni el hortelano precario ni el mercader opulento y mucho menos hacían diferencia entre quien vivía en la barriada o en el castillo amurallado. En suma: estas maldiciones desolaban por parejo a quien respirara como una solución divina. Ahora esta peste pagana, este sida moderno, se ensaña, sobre todo, en quienes no son competitivos

También se acabó el empleo, el empleo fijo, ese por el que lucharon los sindicalistas durante el siglo pasado. Ahora los jóvenes pueden aspirar a ser “temporales”, “independientes”, o “Freelancers”; que quieren decir: páguense su salud, páguense su propia cesantía y su jubilación. Ahora resulta que para aspirar a ser cortero de caña, hay que pertenecer a una Cooperativa de Trabajo Asociado, o a una EAT, de la cual uno es el propio dueño o empresario. Ahora un cortero de caña es eso, un empresario. Un empresario al que su propia empresa le paga con mercado, es decir, con panela y arroz, como en la época de las bananeras, o peor aún, como en la de Huasipungo que nos contó Jorge Icaza.

El neoliberalismo es manejado por los países ricos bajo la óptica de la famosa Ley del Embudo: “lo ancho para mí, lo estrecho para ti”, o “Con cara gano yo, con sello pierdes tú”. Estos países, alentaron a los países pobres para que liberaran los aranceles a los productos que exportaban, a la par que protegían los productos en los que la competencia de los subdesarrollados podrían amenazarlos. Los países desarrollados subvencionan con billones, cada año, a sus respectivos sectores agrícolas. Como producto de esos subsidios, inundan, con la artillería de los precios bajos, a los países pobres que antaño vivían de la exportación de los productos del agro.

Por eso, el país se encuentra como en las épocas de Luis XVI y de María Antonieta: los poderosos bailando en la ceguera y el delirio que produce la acumulación que indigesta y los pobres arrinconados por el desempleo y el hambre. Es imperativo abandonar la demencia y volver los ojos hacia políticas de corte irreductiblemente social, Diseñar una Legislación auténtica y radicalmente humanista y, además, ampliar la democracia participativa en un país excluyente. Ahora toca mirar el campo y los alimentos como un problema de seguridad nacional o de soberanía. No se trata de hacer revoluciones socialistas o comunistas; se trata simplemente de volver a nuestra seguridad alimentaria, la que teníamos hace menos de cuatro décadas, cuando el país alimentaba a su población y no habíamos cambiado a 6 o 7 millones de campesinos por diez u once familias que importan los alimentos para que estos millones de compatriotas tengan como factoría un semáforo o como sarcófago la calle.

En la época en la que moría la década de los sesenta, a más de “Gallina”, en Caicedonia, trashumaban por las calles Los más famosos pordioseros de ese entonces: la familia Conde; conformada por dos hermanos , una dama llamada Casilda, que según me cuentan aun vive y una pequeña que era el fruto de la chifladura de un cura que le había dado por casar a Casilda con uno de los varones. El caso es que un buen día, o una buena noche, el hermano le quitó la señora al casado, quien hubo de marcharse a otro pueblo. Yo, haciéndole caso omiso a cientos de conjeturas de ventanas que intentaban explicar la traición, decidí preguntarle al Conde infractor por que le había quitado la mujer al hermano. Para saberlo fui hasta el lugar donde vivían los mendigos, que era la semiconstruida Aula Máxima del Colegio Bolivariano. Allá los encontré. El Conde tenía en su mano derecha una peinilla, con la cual estaba desgajando un racimo de plátanos. A un costado la Condesa Casilda, agachada, estaba preparando en un fogón de leña un sancocho que no olía nada mal. Recostados en el muro de ladrillo a la vista, pude observar una abundante provisión de yuca y de las consabidas naranjas que no tenían precio aún en el mercado de Caicedonia. Después de charlar amenamente durante un tiempo con el hombre de la realeza Caicedonita le pregunté: “¿Usted porqué le quitó la mujer a su hermano?” Él se acercó hacia mí y con el convencimiento puro de quien sabe lo que habla, me contestó mientras señalaba hacia el pequeño fogón. “Porque esta mujer prepara el mejor sancocho de gallina del mundo”

Fue, entonces, cuando vi con toda claridad par muslos de gallina que sobresalían de la humeante olla.

La respuesta fue insospechada, pero perfecta. Y, además veraz. Era que era verdad y abundaba tanto la comida que la familia de los Condes, pordioseros de Caicedonia, poco después se deleitarían con un suculento sancocho de gallina. Sí. Eran tiempos mejores: ¡Aun los chicos de la Escuela de Chicago, no habían impuesto el neoliberalismo!

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