140.000 muertos (y contando), pero nunca aprendimos de bioseguridad

140.000 muertos (y contando), pero nunca aprendimos de bioseguridad

Las cepas más letales de coronavirus han sido posibles gracias a unas pésimas prácticas de bioseguridad. ¿Nos falta sentido común para dar fin a la pandemia?

Por: Carlos Eduardo de Jesús Sierra Cuartas
abril 04, 2022
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140.000 muertos (y contando), pero nunca aprendimos de bioseguridad
Fotos: Leonel Cordero

Si reparamos con cuidado, las cepas de coronavirus que han demostrado ser las más letales y contagiosas, como delta y ómicron, entre otras, han sido posibles gracias a unas pésimas prácticas en lo tocante a la bioseguridad.

Por supuesto, no se trata de prácticas muy elaboradas o complejas, sino que son, en principio, el fruto del sentido común, el menos común de los sentidos: el distanciamiento físico, el uso adecuado de buenas mascarillas, la higiene adecuada de las manos, etcétera, si bien cabe mejorarlas.

Por ejemplo, a estas alturas, algo así como el 15 % de la población mundial, esto es, cerca de 1200 millones de personas, está afectada por dermatitis a causa del uso demasiado frecuente de alcohol, gel alcohólico y jabón, agentes químicos que, sencillamente, estropean la piel. Y, sorprendentemente, los médicos siguen recomendando el uso de estos agentes químicos y casi no se plantean alternativas menos dañinas, tales como los jabones suaves con glicerina.

Ahora bien, en nuestro medio, no deja de sorprender la precariedad de las prácticas en lo relativo a la bioseguridad: buses con aforos del 100 %, al igual que las aulas en colegios y universidades; profesores dando clases sin mascarillas; persistencia contumaz en el uso de mascarillas harto precarias en cuanto a protección frente a las cepas actuales, como las quirúrgicas y las de tela; niños jugando en las calles y urbanizaciones sin mascarillas y compartiendo juguetes; y todo esto seguido de un largo etcétera.

Acaso pudiera alegarse que los estratos populares, dada su incultura en asuntos tecnocientíficos al seguir atrapados en el círculo vicioso del pensamiento mágico, no pueden hacer otra cosa al respecto. Empero, cabe preguntarse por qué los sectores sociales con educación universitaria incurren en  los mismos errores en lo relativo a la bioseguridad.

Botón de muestra, unos días atrás, pasaba en taxi junto a la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín en el  momento en el cual salían muchos estudiantes y profesores, los unos sin mascarillas, los otros con aquellas de los tipos quirúrgicos y de tela, cuyo nivel de protección es precario. Esa misma tarde, un rato después, pasaba junto al Colegio de la Inmaculada, habiendo observado lo mismo en esencia.

De similar manera, me ha llamado la atención que cierto colega, un profesor oriundo del suroeste del país, quien considera que usar mascarillas de alta calidad como las N95 y las KN95, amén de gafas de seguridad, son una gran exageración, no ha vuelto a verse en el campus de la Facultad de Minas desde hace ya días.

Y eso que él cuenta con altos estudios de posgrado. Me pregunto si se habrá contagiado de covid. Claro está, no es el único caso en lo que a esto atañe. En fin, nadie escarmienta en pellejo ajeno.

Así las cosas, salta a la vista que, pese a contar con estudios universitarios, la mayoría de docentes, padres y directivos adolecen de una falta alarmante de pensamiento científico. Esto significa que no se han planteado, desde el comienzo de la pandemia, preguntas cruciales tales como las siguientes: ¿Cuáles tipos de mascarillas conviene elegir? ¿Con base en cuáles criterios? ¿En dónde adquirirlas? ¿Y qué otras medidas de bioseguridad considerar?

Incluso, he notado este terrible talón de Aquiles en profesores universitarios que hacen investigaciones, lo cual connota una paradoja tremenda. En suma, vivimos en un país que, aunque pueda tener investigadores, no demuestra contar con científicos propiamente dichos, salvo por algunas excepciones honrosas.

Otro ámbito en el cual esta clase de paradojas abruma es el del sector bancario. Sirva de ejemplo a este respecto lo que pude apreciar pocos días atrás en una oficina del Banco Falabella, en la que algunos de sus empleados le ofrecían a quienes hacían algún trámite el uso de alcohol industrial con el fin dizque de facilitar la visibilidad de las huellas dactilares.

Empero, este tipo de alcohol, o sea, etílico, bastante agresivo por cierto, tiene una concentración nada menos que del 96 %, lo cual tan solo promueve la aparición de dermatitis en las actuales circunstancias de pandemia.

Incluso, no se aconseja usarlo, por ejemplo, para limpiar el moho de los discos compactos porque pueden dañar su superficie y echarlos a perder.

Así, es obvio que los empleados bancarios en general no cuentan con conocimientos en asuntos de Química, mucho menos con la matrícula profesional expedida por el Consejo Profesional de Ingeniería Química (CPIQ), salvo tal cual excepción rara.

Y así cabría alargar esta enumeración de ejemplos en este sentido ad infinitum. Hasta parece la historia sin fin.

En suma, estamos ante un problema cultural de grandes proporciones, agravado por el hecho que los currículos en los diversos niveles educativos se han quedado bastante cortos para formar debidamente a las personas en lo que a esto concierne. Por así decirlo, en Harvard no enseñan a hacer nudos y a encender fogatas.

¿Qué pasará en los dos años siguientes ante la entrada en escena de las variantes X, o recombinantes, del coronavirus, aún más contagiosas según lo advertido por expertos y la OMS? Solo si se mejoran de forma harto significativa las prácticas de bioseguridad, puede tenerse una oportunidad para capear este temporal.

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